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Aprender del incrédulo – Por Carmelo J. Pérez Hernández

Con la actitud del pobre Tomás, al apóstol me refiero, nos ponemos muy tiquismiquis. En un alarde de peligrosa simplicidad, demasiado a menudo usamos el incidente de su incredulidad para prevenirnos contra la falta de fe.

Pues no es para tanto, opino. Que Tomás quisiera ver en las manos del presunto resucitado la señal de los clavos y meter sus dedos en el agujero del martirio, todo esto, bien pensado, tiene una lógica interna indiscutible. De hecho, es lo que todos los discípulos hubiesen querido hacer, vuelo a opinar. ¿O no es cierto que vivían escondidos, con las puertas cerradas, por miedo a los judíos? Por los judíos y por el temor paralizante que les sobrevolaba bajo la amenaza de un fracaso total, de un atisbo de desengaño que iba aumentando de intensidad conforme pasaban las horas.
Lo humanamente lógico era dudar, pedir una prueba, abrazarse a ella. La Iglesia recién nacida en medio de tales sudores es hondamente humana, nada tiene que ver con los melosos tapices que reflejan un coro de amigos con la cabeza contorsionada apuntando al cielo y los ojos practicando un peligroso ejercicio de circunvalación en torno a la hendidura ocular. Lo que viene siendo un grupo de babiecas.

Nada de eso. Tomás es figura de lo que somos. Y las palabras de Jesús nacen de la comprensión de tal fragilidad, opino. Dios sabe que le necesitamos, que en lo más hondo es lo único que necesitamos. Y no desconoce que tal hambre la expresamos, bien desde la serena búsqueda, bien desde el desgarro que tan a menudo confunden los torpes con la acreencia. Los torpes que observan y juzgan a quienes se retuercen, quiero decir, no quienes padecen por la ausencia de Dios.

En estos tiempos recios, la urgencia de Dios ha de ser acogida y cuidada. No entiendo otra forma de ser creyente que agradeciendo cada día la necesidad de Dios que experimento. Es un signo de la vitalidad de la fe. Y puestos ya en la tesitura del pobre, del que peregrina tras el desahogo que sólo proporciona el encuentro, es entonces cuando hay que ejercitarse en el silencio y en la admiración.

Tomás enseña a la Iglesia a tener hambre de Dios, a no acostumbrarse a su presencia, a no sucumbir a la mediocridad que se gesta en la monotonía. Es Tomás quien le grita a los apóstoles que quiere tocar, que necesita esas manos y ese costado para vivir. No hay mal en ello. Peor sería, parece decir, rendirse ante una alucinación, ante un falso dios nacido de cualquier fiebre después de tantas jornadas de búsqueda.

La increencia de Tomás no es tal. Opino que, más bien, es la alegría contenida de quien no quiere dar un paso en falso. Uno más, no. Volver a tibieza, no. Mejor suspirar por el encuentro, aunque los demás no lo entiendan.

@karmelojph