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La crisis política – Por Juan Julio Fernández

No es la primera vez que se habla en España de regeneracionismo. Se empieza a hacerlo a principios del siglo XIX, reflejando la preocupación por la decadencia del país en el XVIII. Denunciada por la Ilustración, movió el reformismo borbónico con el sistema político ideado por Cánovas y una falsa estabilidad con alternancia de partidos que sin acabar con el caciquismo encubría una gran corrupción y ocultaba la miseria del pueblo. Este estado de cosas dio lugar a que, a finales de siglo, con la pérdida de las colonias y de la credibilidad en la clase política, se volviera a hablar de regeneracionismo, término que se afianzó con el krausismo, filosofía introducida en España por Sanz del Río y que dio paso a la Institución Libre de Enseñanza en la que militaron pensadores e intelectuales como Costa, Ortega, Marañón, Menéndez Pidal y otros que ayudaron a la renovación de la conciencia ciudadana. La crisis económica y la crisis de valores que hemos vivido y estamos viviendo en las dos últimas legislaturas, una con el PSOE y otra con el PP, se han traducido en una crisis política que en este año 2015, pródigo en elecciones, desmoraliza, desconcierta y puede desmovilizar a una ciudadanía que, mayoritariamente, está reclamando regeneración y viene a pedir lo mismo que pedía Joaquín Costa con su proclama de “escuela, despensa y doble llave al sepulcro del Cid”. El afloramiento continuado de indignantes casos de corrupción está en la base de esta crisis política de considerable magnitud que salpica a los partidos que han gobernado y abren expectativas a otros que irrumpen con fuerza predicando, una vez más, el regeneracionismo como antídoto de la corrupción y que, a tenor de las encuestas, está calando en el electorado más joven y, por lo que se aprecia, movilizándolo. Y frente a esta legítima aspiración de los nuevos partidos, los hasta ahora mayoritarios no tienen otra alternativa que autoregenerarse, dejando claro que antes de prometer cambios para acabar con la corrupción que los embadurna están obligados a soltar el lastre de los corruptos y a salvaguardar a los honestos, que haberlos haylos.

El espectáculo de denuncias y detenciones de figuras relevantes, que llegaron a ser tenidas como responsables y ejemplares -con guantes de seda y versallescas contemplaciones para unos y manos desnudas en la nuca para otros-, no es suficiente. Ni tampoco basta con el histrionismo de unos líderes que buscan votos ignorando vigas en ojos propios y buscando pajas en los ajenos. Con estas actuaciones lo que están consiguiendo es aumentar la percepción de la crisis política y crear un laberinto electoral que empezará a despejarse cuando se conozcan los resultados de las elecciones autonómicas y locales. No parece que esta indispensable clarificación se produzca antes, pues ni la retórica electoralista de los que quieren mantener el estatus actual ni la de los que quieren acabar con él o cambiarlo están teniendo mucho eco. La demagogia y el partidismo están ocasionando un daño enorme a la credibilidad del sistema democrático y haciendo pensar a muchos ciudadanos que dedicarse a la política es lo mismo que estar bajo sospecha. La historia nos muestra un movimiento sinusoidal, con bajos de corrupción y altos de regeneración. Tuvimos un alto destacadísimo en la Transición y una caída vertiginosa en la situación actual. Hubo también una subida a principios del siglo XX que nos condujo, impulsada en gran medida por los krausistas, a la Segunda República que, dolorosamente, terminó en un pronunciamiento militar y en un ostracismo de cuarenta años. No es ni mucho menos el caso actual, pero la sucesión de escándalos exige una voluntad de consenso para una regeneración del sistema que pasa por el entendimiento de las partes -los partidos- en aras del bienestar común.