Escriben que Günter Grass fue un testigo incómodo del siglo XX. En cierto modo sí, si se mira desde este lado del mundo. Y lo fue cuando se posesionó a favor de los auxilios de la social-democracia o cuando contravino a los proverbios mandatarios de estas fronteras sobre el arsenal nuclear de Israel. Lo primero sustentó su posición política; lo segundo hizo que el país judío lo borrara de su lista de invitados.
Con lo que se responsabilizó Grass fue (1) con el desastre que arrastró su Alemania después de los sucesos nefastos que dieron con la Segunda guerra mundial y (2) con la suprema responsabilidad consigo mismo, responsabilidad que incluía la sinceridad como principio, aunque por la sinceridad sufriera alguna carga contra su persona.
Es de recordar que, con motivo de la publicación de sus memorias, Pelando la cebolla (Beim Häuten der Zwiebel), se explayó en episodios de su vida, desde la infancia a su amistad con el papa Benedicto XVI, y no se guardó una andanza de su existencia: con 17 años fue miembro de las Waffen-SS; incluso sirvió en el ejército nazi como auxiliar de artillería. Dijo que ser admirador de Hitler en aquella época en Alemania era fácil, y que por eso lo admiró. Lo cual no quiere decir que su carácter ideológico y personal estuviese dominado por ese cargo, bien al contrario. Pero en relación a la responsabilidad dicha, no lo calló.
Grass es uno de los escritores más importantes de Europa. Su famosa novela El tambor de hojalata lo delata, aunque no fue la única: El gato y el ratón, Años de perro (con que completa la trilogía de Danzig, entre 1959 y 1963), El rodaballo, La ratesa… Y el ser premiado con el Nobel de Literatura en 1999 lo confirmó.
Fue un hombre de acción. Se erigió como una de las piezas básicas del Grupo 47, en el que la discusión ideológica era tan importante como la discusión literaria. Por eso estuvo siempre atento a lo que ocurría en su país y no calló. No lo hizo ante el deber colectivo de la social-democracia, esto es, del socialismo del oeste europeo, no silenció la represión de los obreros en el Este, opinó sobre lo que significaron los campos de exterminio con rotunda claridad o previno de lo que podía ocurrir entre las dos orillas de Alemania luego de la caída del Muro. Grass es, pues, el resultado, el resultado de un proverbio y señalado compromiso.
En contradicción, algunas veces. Se recuerda la actuación del socialista Grass en contra del comunismo (como Bush o como Juan Pablo II). Sitúo un ejemplo. Fue miembro activo del exclusivo Pen Club. Con tal motivo visitaron a Buhumil Hrabal, al que supusieron (y de hecho así era) sojuzgado por ese régimen en la antigua Checoslovaquia. La sentencia era que Hrabal debía de moverse. Y el soberbio autor de Trenes rigurosamente vigilados se desplazó contra los señoritos del Occidente acomodado. Hasta allí se habían desplazado para dictarle a sus oídos el modo en que debía de actuar; allí, en Praha, donde sobrevivía pese a todo, entre su espléndida y silenciosa obra. En traducción libre al español les dijo: “Si quieren pulpos, mójense el culo”.
Eso fue Günter Grass, en su absoluto.