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Günter Grass – Por Luis Ortega

Representó hasta el final al artista comprometido con su país y su tiempo y al intelectual que asumió, sin culpa ni rubor, los tumbos y giros de tuerca que dio hasta llegar y confirmarse en una ideología. Cada texto de ficción o memoria supuso un motivo de reflexión o escándalo, un relámpago sobre el paisaje, un foco fijo sobre la conciencia o, como comentó en una ocasión, un acto de penitencia. Hijo de un bodeguero protestante y de una católica de origen polaco, cursó artes gráficas y escultura en Düsseldorf y Berlín; debutó con el poemario Las virtudes de los pollos de viento, con ilustraciones propias, y confesó su raro horizonte de preferencias donde lucían Jean Paul Sartre y los hermanos Grimm, Alfred Döblin y Francois Rabelais. El éxito y la polémica de El tambor de hojalata  abrieron la curiosidad por su carácter y biografía y se conoció que fue “artillero auxiliar” entre el amplio millón de soldados que, en 1944, en el epílogo de la II Guerra Mundial, reclutaron las SS;  y, desde mayo de 1945, herido y prisionero en Mariembad. Para pasmo de pacatos y falsos patriotas, en Pelando la cebolla afirmaría su voluntaria afiliación y el razonable pretexto: la juvenil seducción por el poder que le llevó a dar ese paso luego reprobable. Y aún más, para ira de las quisquillosas progresías, mostró su total comprensión, su vieja amistad y empatía con un coetáneo controvertido -Joseph Ratzinger – “compañero de prisión” que, tras un largo periodo de cerrazón dogmática como Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, como Benedicto XVI, sorprendió por una insólita apertura tras el pontificado del papa Wojtyla. Así fue y así recordaremos a Günter Grass (1927-2015), activo, sincero, valiente y, sobre todo, incómodo, tanto como ciudadano como escritor. Desde que, entre 1959 y 1963, dio a la imprenta la Trilogía de Danzig, una descarnada manera de trabajar con los recuerdos que sacudió a la Europa de posguerra, sus declaraciones causaron tanto revuelo como sus libros y no hubo telones de indiferencia entre sus fans y detractores. Nunca ocultó su cercanía con la socialdemocracia ni su apoyo personal a Willy Brandt y, por narices, nunca fue ni quiso ser políticamente correcto. En 1999, y como reconocimiento al mejor escritor en lengua alemana en la segunda mitad del siglo XX, le concedieron el Nobel y, eso mismo año, también con meridiana justicia y consabido revuelo el Príncipe de Asturias. En 2014 renunció a la novela, “por falta de tiempo para concluir historias” y se refugió en la poesía, su vocación primera.