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Isaac de Vega, el hombre que recogía hojas – Por Carmelo Rivero

“No se puede prescindir del aire”, decía Isaac de Vega, antes de convertirse en aire. Ignacio Gaspar nos convocó en la Casa de Venezuela para recordar al autor de Tassili, al año de su muerte, y de paso sembrar el verilismo con los prosélitos. El viernes clausuró las jornadas prometiendo al respecto novedades. Las habrá. Y quedó flotando en el aire un afecto colectivo al “hombre que recogía hojas”, como definió a Isaac su hija María Teresa, entre la familia. Han muerto todos después de recoger todas las hojas, como Galeano y Günter Grass, que habrían simpatizado con este estamento. De manera que podemos hablar de los fantasmas de Fetasa. Releemos a Isaac de Vega y Rafael Arozarena, y a Bermejo, Padrón y Pimentel. José Antonio Padrón (Tubalcaín, setenta veces siete, de las novelas malditas) teorizó sobre fetasa, un concepto que era un puente entre Pitágoras y Kierkegaard y, a la postre, se convirtió en mantra para una sobremesa con Dios. Todos están muertos, “domesticando silencios”, dijo Agustín Díaz Pacheco. Isaac conoció el silencio personalmente gracias a la hipoacusia en la senectud, habiendo sido todo un leitmotiv. Muertos, y vivos en Fetasa. Venimos hablando de los fetasianos con tanta insistencia, con tanta existencia, desde que murieron, que los estamos resucitando. Isaac de Vega iba solo por la prolongación de Ramón y Cajal en Santa Cruz. Nunca hablé con él. Los fetasianos eran escritores en movimiento y un movimiento de escritores. Isaac se veía como en un lienzo bajo un “indefinido cielo” con los “pies sobre la llanura seca” y “el aire quieto”. El ser esencial. Lo supongo en compañía del resto del lobby pasando lista, del otro lado, a las metáforas visionarias. En la librería La Prensa, de mi tío Paco Martínez, era común ver las firmas cruzarse en el mostrador, las que leíamos en las páginas canónicas de La Tarde. Nací el año de Fetasa, la novela totémica de Isaac: 1957. Ediciones Goya, que la publicó, tenía un don natural de gestación de clásicos hace medio siglo (he ahí otro homenaje en la sala de espera). Fetasa era un libro de referencia en los estantes de la librería. Isaac de Vega había hecho amigos en el Grupo Nuestro Arte, como Enrique Lite, Pedro González y Antonio Vizcaya Cárpenter, y entre los supervivientes de Gaceta de Arte, como Pérez Minik y Westerdahl, que también lo eran míos (lo cual me intimida ahora más que entonces), pese a la diferencia abismal de edad. Pero nunca hablé con Isaac, como digo. Tras el boom de la narrativa canaria de los 70, los viejos rockeros de las letras entraban en la librería como auténticos rockstars. En cambio, Isaac no era un autor expuesto; nuestro Salinger era el perfecto hombre-isla: estaba dentro de sí mismo. Los fetasianos eran gentes yendo por la calle de la costa, junto a un cielomar extendido y cósmico. Aquellos autores trascendían estoicamente su insularidad, padeciéndola, con menos audiencia, de lejos, que Rulfo en Madrid. Desde hace un año, Isaac se “enfantasma”, aquella palabra que usaba en sus cuentos (Ernesto Suárez habló de Gehena). Saramago me describió en una ocasión el “fantasma” de César Manrique correteando por Lanzarote. Isaac (Granadilla de Abona) y Saramago (Azinhaga, Santarém, Portugal), dos autores rurales similares y longevos (93 y 87 años). ¿Alguien los presentó alguna vez? El estilo es un asunto de salud. Las palabras. Sarmentoso, por ejemplo. “Sarmentosos arbustos presos en la esterilidad”, escribía Isaac. “Sarmentosas” eran las piernas de Mararía cuando la bruja se le apareció a Arozarena en Femés: recostado en una osamenta, vio venir a una mujer hermosa, que, de cerca, resultó ser una vieja vestida de luto. Ahora que han muerto todos, están más vivos que nunca; incluso mi amigo Manolo Villalba, que era un fetasiano en la Caja y se fue pronto a mirar detrás de la cortina. “Se es fetasiano cuando se muere”, ya lo dijo Arozarena.