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Las madres abuelas – Por Enrique Arias Vega

Cuando el actor francés Ives Montand fue padre a los 67 años, escribí que había engendrado un huérfano prematuro. Tres años después se cumplió la previsible profecía.

Lo traigo a colación porque la alemana Annegret Raunigk va a dar a luz a cuatrillizos con 65 años. Ignoro cómo serán biológicamente esos niños; lo que sí sé es que su madre no será capaz de jugar con ellos. Y de sus inexistentes abuelos ni hablemos.

Todo eso se debe a los avances de la llamada ingeniería genética, que permite hacer con los óvulos humanos casi lo que se quiere: desde fecundarlos en una botella -perdón, probeta-, hasta hacer cualquier clase de combinaciones posibles. Así tenemos embriones con dos padres, o madres, o mitad y mitad; niños hechos por encargo, por capricho, para su utilización médica, etcétera, etcétera. Qué quieren que les diga: a uno, que es de la vieja escuela, todas estas cosas le asustan. Y no porque recuerde los experimentos del médico nazi Josef Mengele, que por supuesto tenían peor intención que las innovaciones genéticas actuales, pero que partían del mismo principio de manipulación de la condición humana.

El infierno, dice el dicho, está empedrado de buenas intenciones. Es lo que previó la novelista Mary Shelley al crear su famoso personaje del doctor Frankenstein. El médico de la novela pretendía crear el hombre perfecto y, en vez de ello, ya ven, le salió un monstruo.
Avisados estamos.

Lo cierto es que si yo fuese uno de los inminentes cuatrillizos de la señora Raunigk no felicitaría a mi madre por su afán desmedido y antinatural de haber batido un récord del Guinness Book a mi costa.