Esta es la historia de Óliver Henríquez Foster, nacido en Tenerife en 1975, aunque residente en Lanzarote. Óliver es mitad canario, como su padre, y mitad británico, como su madre; ha corrido maratones en medio mundo, incluidas las de Nueva York, Londres y Chicago y en enero pasado se alistó para la prueba de 10 kilómetros de la Gran Canaria Maratón.
Más allá de la curiosidad de saltar el charco para echarse a correr como un poseso, las carreras de Óliver no tendrían nada de particular. Si no fuera porque cuando tenía dos años, en mitad de una travesía en barco desde Inglaterra a Canarias, en plena madrugada, a Óliver le cayó accidentalmente encima la litera de su camarote, lo que provocó primero su asfixia y después una parada cardiorrespiratoria. Cuando su padre lo encontró, el niño estaba “en parada total” y señales de muerte física. Pero su padre, médico de profesión, no se dio por vencido y practicó a su hijo una maniobra de reanimación que le hizo recuperar la respiración y el latido cardiaco. Con todo, el niño estaba en coma irreversible.
Todo parecía confabularse contra el porvenir de Óliver: la noche, la oscuridad, un barco y un padre médico y además especializado en niños, pero con las manos dramáticamente atadas frente al terrible accidente de su hijo por la falta de recursos técnicos. El gravísimo estado del niño hizo que el barco cambiara su rumbo y realizara una escala en Lisboa. Desde allí fue conducido al hospital de La Paz de Madrid. Pero en cada escala, sus padres no escuchaban otra cosa que una sentencia tras otra de irreversibilidad: “El niño es un vegetal”. El diagnóstico lo remató un eminente especialista en Neurología de La Paz cuando el niño ya llevaba 16 días hospitalizado. El neurólogo sabía que el padre del pequeño era médico: “Me alegra no tener que explicarte nada, ya sabes que no hay nada que hacer. Óliver va a vivir toda su vida como un vegetal”. Pero junto a Óliver, además de su padre, había otra persona que se negaba a creer y mucho menos asumir aquella sentencia de muerte en vida: Lynne, la madre del niño. “Nunca lo aceptó”, relata el padre. La familia regresó a su casa de Lanzarote y fue allí donde Lynne comenzó una titánica tarea para devolver a su hijo a la vida real.
Las paradojas seguirían acumulándose. En el hospital de Lanzarote, el doctor José Henríquez Esquíroz, el padre de Óliver, atendía centenares de nacimientos y se instruía en la estimulación precoz de niños con problemas motrices. Pero en su casa, ante la realidad de su propio hijo inmovilizado y con el cerebro aparentemente apagado, sus conocimientos parecían no servirle de nada. Por fortuna, había algo mucho más poderoso que toda la Medicina del mundo: la intuición, el tesón y la fe irreductible de la madre de Óliver. “Tú tranquilo, que de esto no tienes ni idea”, le decía al padre. Y en efecto, comenzó una aventura titánica para estimular el cerebro del niño. Todo valía para tratar de llegar al remoto lugar donde él parecía estar: la voz humana, los sabores, hacerle mirar luces de navidad para estimular sus ojos… Otro día, la madre decidió que ya estaba bien de alimentar a su hijo con una sonda y se las arregló para que el niño empezara a tragar por sí solo. A los tres meses de inmovilidad, los padres empezaron a ver indicios de que aquel niño estaba conectado a la vida. Con los músculos agarrotados, “tieso como un palo”, pero vivo y conectado. El esfuerzo del amor infinito tuvo un premio colosal: en teoría, Óliver padece una minusvalía próxima al 80%, arrastra una hemiplejia y ve con dificultad. Pero si te lo tropiezas en una maratón, lo único que verás ante ti es a un atleta musculado que siente pasión por el deporte, corre maratones, triatlón y ha probado el submarinismo.
“Consigue todo lo que se le mete en la cabeza. Un día quiso aprender a montar en bicicleta y estalló 3 o 4, pero lo consiguió”. En la GC Maratón, Óliver corrió junto a su hermano. “El hermano llegó congestionado y él tan fresco”. Su padre relata con humor que solo su dificultad visual ha impedido que Óliver mire al cielo y le dé por practicar el parapente. Mientras tanto, en Lanzarote, el lenguaje ya pone las cosas en su sitio. “Hace años, Óliver era el hijo del doctor Esquíroz. De quince años para acá, ya solo soy el padre de Óliver”.