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Roger van der Weyden – Por Luis Ortega

Cuantos vivan en Madrid o pasen por la villa industriosa y novelera que contaron los cronicones castizos podrán contemplar, hasta el próximo verano, un acontecimiento cultural “único en la historia”, “algo que sólo podría ocurrir aquí”. Proponemos ese trato triunfalista y patriotero para un asunto que merece la pena, una excepcional iniciativa que pivota sobre cuatro cuadros que, mediado el siglo XV, abrieron un capítulo glorioso del arte universal y la prodigiosa coincidencia, en espacio y tiempo, de las únicas tablas que, con total seguridad, pintó Roger van der Weyden (1400-1464). Junto a los hermanos Jan y Huberto van Eyck, dio nueva dimensión y sentido al gótico tardío y lo puso en franca competencia con el pujante Renacimiento que, con patente italiana, cautivaba al Viejo Mundo. Con el oportuno y valioso pretexto de presentar la impecable restauración de El Calvario (323 x 192 cm), realizado entre 1457 y 1464, maltratado por intervenciones infelices y expuesto en el Monasterio del Escorial, Lorne Campbell y Pérez Preciado, comisarios de la muestra abierta en El Prado, lo juntaron con El Descendimiento de la Cruz (220 x 262 cm), pintado hacia 1436; con el conocido Tríptico de Miraflores (71 x 43 cm cada panel), datado en 1445 y robado de la cartuja burgalesa por el general Jean Barthélemy Darmagnac durante la invasión napoleónica y actualmente en los fondos estatales de Alemania; y también el Tríptico de los Siete Sacramentos (200 x 223 cm), cedido para este evento por el Museo Real de Amberes. Sobre estas piezas de autoría indudable, se realizaron, y aún se aventuran, las atribuciones del maestro flamenco que, con todos los honores, se exhiben en las instituciones más notables del mundo. Su realismo grave y la naturalidad de sus composiciones, su personalidad singular y su técnica incomparable influyeron decisivamente en el desarrollo de la escultura en los Países Bajos y en la expansión del llamado Estilo Nórdico por el Viejo Continente que, allí donde radicó, adquirió apellidos territoriales. Una veintena de piezas, pinturas (una de su maestro Robert Campín y otras de maestros anónimos, nombrados por los temas que trataron), tallas, dibujos, bocetos y textiles ambientan este sugestivo montaje sobre el genio de Tournai que, frente al protagonismo enfatizado de los artistas meridionales, no firmó ninguno de sus trabajos ni dejó constancia escrita de los encargos recibidos.