Mucho más que objetos

mucho mas que objetos final

ANA MARTÍN/ ILUSTRACIÓN: VÍCTOR JAUBERT

Uno los ve todos los días. Nos son tan familiares que, en nuestra mente, llegan a perder su forma original. Sabemos que están ahí, que nos hacen un servicio, que nos facilitan la vida o nos la adornan. Sabemos, en estos momentos inciertos, que podemos perderlos de un día para otro. Nos avisan los expertos de que apegarnos a ellos nos enferma, nos convierte en egoístas, en seres preocupados por lo material, superficiales. Indignos de estos nuevos tiempos que tenemos que encarar, cuanto más ligeros de equipaje, mejor. Eso nos dicen.

Pero, a pesar de todo, cuán importantes son, tantas veces, los objetos. Tan inevitables resultan, tanto nos negamos a desprendernos de ellos, que un día inventamos las oficinas de objetos perdidos. Ese lugar misterioso, a veces inquietante, en el que se almacenan todas nuestras cosas extraviadas, solo porque no somos capaces de despedirnos de ellas. De dejarlas marchar como decimos adiós a la gente a la que, sin embargo, sí asumimos como efímera.

Cuando somos muy pequeños los dotamos de poderes. Los juguetitos en nuestra cuna nos dan seguridad, nos ayudan a dormir, nos acercan el reconfortante olor de la madre que los puso ahí para nosotros. Que los compró y los eligió con mimo.

A medida que vamos creciendo reparamos en cuánto nos puede curar una pelota en la playa, una muñeca a la que luego destrozamos sin miramiento, unos zapatitos brillantes con suela de corcho para ir al parque.

Y luego, ya convertidos en adultos, más allá de sus utilidades tienen, sobre todo, el poder de la evocación. Los asociamos a los seres queridos. Cuando ellos se han ido, quedan sus cosas y es en ese instante en que las observamos, las tocamos o las olemos, cuando entendemos, de golpe, lo efímero de nuestra existencia, la fragilidad de nuestro aliento. Una madera, un trozo de piel curtida, hasta una tela nos sobrevive.
Y cuando nos hayamos ido, nuestras cosas mirarán, con descaro, con impertinencia, a los que se quedan, para recordarles que ya no estamos. Que somos leves y pasajeros.

Qué duro se hace reconocer los objetos que atesoramos juntos -felices urracas- cuando una relación acaba. Cómo nos insulta entonces aquella dedicatoria en un libro, cómo nos hiere esa cafetera que un día decidimos compartir mas por mí que por ti. Aquel vestido que nunca me ponía, aquellos abalorios tintineantes, aquella funda de móvil (¿en serio estuvimos llorando por una funda de móvil?), esa camiseta que no me atreví a devolverte… Objetos.

A veces sucede que maldita sea la rueda, la edad de los metales y la revolución tecnológica. Maldito el momento en que el homo sapiens mutó, de golpe y sin saberlo, en hombre-objeto.