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Si fuera verdad… – Por Carmelo J. Pérez Hernández

Dentro de cada creyente vive un ateo. Más o menos grande, más o menos poderoso o influyente. Pero ateo. Se nota en nuestras faltas de coherencia; “de consistencia”, que diría un jesuita cuyos textos transito. Si fuera verdad que Dios lo es todo para los que confesamos a Cristo como nuestro Señor, si fuera del todo cierto que nos rendimos absolutamente a esa certeza, entonces seríamos muy distintos. Yo, sin duda, lo sería. Que nadie ceda a la tentación del pánico. Las cosas son así de momento porque tienen que ser así: “Todavía no se ha mostrado lo que seremos”, nos tranquiliza el apóstol Juan. Mientras, en este “ya pero todavía no” en el que peregrinamos, hay que conformarse con emprender cada día, a todas horas, el camino de la autenticidad personal.

No es una tarea sencilla. En realidad, es la única tarea importante. La única en la que cada cristiano se juega la alegría de serlo. El reto puede resumirse así, aprendo de mi confidente jesuita: creer lo que se piensa y hacer lo que se cree. Nuestro pequeño (o grande) ateo interior ya se ocupará de ponernos difícil el tema. Pero en eso consiste creer, en sacar de esto que somos lo mejor que tenemos: la capacidad de reconstruirnos siendo fieles a la verdad que intuimos y no siempre abrazamos. La verdad de Dios, la verdad de cada hombre, la verdad de cuanto existe, la verdad sobre nosotros mismos.

Los creyentes flirteamos demasiado a menudo con la calidad de nuestra confianza en Dios. Sabemos bien lo que es un sí pero no. Experimentamos en nuestro interior la más terrible de las disonancias: la de saber que Dios está aquí, nos habita, es el origen y la meta y no terminar de creerlo, de vivir conforme a esa verdad. Es ésa una tremenda ruptura que lleva la firma de nuestro pequeño ateo interior, el que nos empuja -sin conseguirlo nunca del todo- a creer y esperar sólo por si acaso, porque daño no nos va a hacer. A vivir a ras del suelo, en lugar de soltar amarras.

Creer y esperar sin medida es algo distinto. Y se empieza a conquistar por lo aparentemente más pequeño: la vida privada, la más absolutamente íntima, la que apenas vislumbran los demás. Es ahí, en el lugar sagrado en el que se toman las decisiones, desde las más nimias a las que marcan el rumbo de la vida, ahí es donde me concedo a mí mismo el placer de ser coherente, consistente. Es entonces, en el momento de elegir, cuando mando a paseo a mi pequeño ateo interior y me abro a la acción del Espíritu de Dios, que apuntala mi vida cristiana.
Si fuera verdad que me creo del todo a Dios, sin fisuras, estaría viendo su rostro. Pero ese cara a cara tiene que esperar aún. Lo que ahora toca es desarrollarme, crecer en la coherencia para experimentar desde ya la incalificable seguridad de saber que mi vida está en manos de Dios. Eso me mejora y hace mejor cuanto está a mi alrededor.

@karmelojph