por qué no me callo >

Antonio Flores y un consenso de insomnes – Por Carmelo Rivero

Antonio Flores nunca actuó en Canarias. Murió pocos días antes de sobredosis y el concierto se suspendió. Rubén Díaz, que aglutinó en el Círculo de Amistad XII de Enero a un elenco de músicos y solistas para revisionar hasta conmovernos las canciones del hijo pop de la Faraona, dio ese dato al final del tributo, un con-cierto-diálogo -20 años sin Flores- al que se sumó el periodista Jorge Dávila en el 20º aniversario de la muerte del autor de No dudaría. Algunos jóvenes toman ese camino -la inmolación-, como hace poco una alumna sometida a bullying en un instituto de Madrid, o nuestro incógnito Félix Francisco Casanova, que se extinguió en un baño de versos reversos nadando hacia la última metáfora, que es la muerte. Saavedra dijo el otro día algo incontestable: “Todos nos vamos”. Cuando mira su agenda de Diputado del Común apretada de compromisos se pregunta si se ha vuelto loco a las puertas de la edad de los sabios, 80 años. Jóvenes y mayores respiran y cantan sus propias vidas como en un consenso de insomnes que huyen de los sueños profundos. Tememos morir durmiendo y tememos también que nos anestesie el médico. César Manrique le dijo a su amigo Pepe Dámaso, tras una anestesia, que era como asistir a la muerte y la resurrección en un simulacro perfecto. En la fase REM del sueño fluyen las ensoñaciones sin el aval de la vida real. Las neuronas del cerebro suponen que estamos despiertos y todo sucede de un modo verosímil en otro plano, donde somos avatares que tenemos otra casa, amigos distintos y un trabajo seguramente, otra existencia en la ciudad paralela de nuestros sueños. Los lectores de Onetti han vivido a través de sus páginas la doble vida del autor uruguayo en su onírica ciudad de San Martín, lejos del Montevideo original, fumando y bebiendo exiliado en una cama de una casa de Madrid. Juan Manuel García Ramos, onettiano e insomne, toma magnesio y colágeno para vencer la agripnia, y a veces duerme. Ahora ha escrito un ensayo sobre el sueño de la literatura. Al escritor le sucede lo que al soñador, que no recuerda exactamente qué soñó cuando trata de contarlo antes de las doce del día siguiente para conjurar la muerte que posiblemente se le presentó en las tinieblas anexas de la noche. Así nace el acto literario en manos de su creador. Escritores como dioses creando mundos como sueños. Hay ciudades que hoy en día parecen vivir en mitad de un sueño real y pavoroso con los ojos abiertos bajo el agua negra de un cuento de terror. Es el caso de Mosul (Irak), en manos del Estado Islámico, donde las crónicas cuentan que tiran a los homosexuales de las azoteas de los edificios más altos. Y uno se acuerda de la lucha embravecida por la igualdad de este colectivo que libró Pedro Zerolo en vida, ahora que descansa en paz en lo más parecido a un eterno sueño yacente, como dijo Lovecraft quitándole hierro a la muerte. En la larga entrevista que hice en su día al concejal socialista lagunero en Madrid no podía sospechar que le quedaban pocos años de vida a aquel gallo de pelea crespo que se fajaba contra la homofobia de todo un país. Me impresionan los actos realizados en vida en vísperas de la muerte. El último concierto de Antonio Flores, en Pamplona, el 26 de mayo de 1995, poco antes de abandonarse a un letargo sin retorno de barbitúricos y alcohol. Lleva un vendaje en la mano izquierda, que se rompió golpeando la pared al morir Lola Flores, y él se quitará la vida cinco días más tarde de ese recital, sin haber resistido más de dos semanas el adiós de la madre. Sobrecogen también los actos que nunca se produjeron porque la muerte los impidió. Esa actuación cancelada en Tenerife que engrosa las ucronías de los sueños potenciales tras las cortinas de cualquiera de estas noches.