En el tenso trajín de las vísperas y octavas electorales, Valdepiélagos -diecisiete kilómetros cuadrados y seiscientos habitantes en la Comunidad de Madrid- renovó su corporación municipal mediante unas primarias abiertas donde los vecinos empadronados incluyeron, como cada cuatro años, los nombres de las siete personas que, previamente, habían aceptado la responsabilidad de las otras tantas concejalías.
Así pues, con el resultado pactado y sabido, el domingo 24 de mayo los paisanos se limitaron a cumplir una mera formalidad, sin debates ni disputas, interventores ni apoderados. Alcalde desde 2011 y renovado para otro cuatrienio por la libre voluntad de sus convecinos, Juan Pablo Herradas nos explica que para la gestión de los asuntos locales no son necesarias las ideologías ni, por supuesto, “los carteles, las vallas, los coches con altavoces y los mítines; aquí tenemos necesidades y metas claras y en las que todo el vecindario coincide; luego, a otro nivel, cada cual es dueño de sus ideas y puede satisfacerlas en las votaciones para la Comunidad y el Parlamento del Estado”.
Este curioso ejercicio de consenso nació en 1979, con los primeros comicios locales y, sin interrupción, ha servido hasta ahora. La singularidad de la noticia me llevó a un pueblo pintoresco, primorosamente cuidado y con un paisanaje cordial; allí me cuentan que todos los intentos de los partidos para presentar candidaturas al margen de este procedimiento particular fracasaron y que, en una ocasión, Izquierda Unida formó una plancha que, como era previsible, no logró ningún voto frente a la lista del CIV -Candidatura Independiente de Valdepiélagos- porque, a la hora de la verdad, ni siquiera sus candidatos la apoyaron. Cuando los resultados de los comicios indican voluntad de cambio y las primarias y las listas abiertas se plantean como bases imprescindibles sobre las que construir el tiempo nuevo, resulta ilustrativo el ejemplo de esta localidad, en el nordeste madrileño y el límite de Guadalajara, donde cualquiera tiene la oportunidad de ser alcalde o concejal sin la militancia obligada, los engorrosos trámites burocráticos y las campañas electorales; y, sobre todo, “donde los cargos públicos no cobran sueldos ni dietas y las obras se hacen por consenso, porque ante las necesidades de la gente da lo mismo ser de derechas o de izquierdas”, me comentan en el bar.