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Miedo no, gracias – Por Carmelo J. Pérez Hernández

El miedo no sirve para nada. Escribí la semana pasada que tener miedo al mundo -así, en general- no es de cristianos. Más bien es un signo inequívoco de enfermedad. Y hoy añado que tampoco sirve de nada creer en Dios por miedo. Apelar al temor, incluso como último recurso, para intimidar a quien no quiere creer es pervertir estrepitosamente la verdad de nuestra fe y el protagonismo de Dios. No nací ayer: no desconozco los textos bíblicos y de la Tradición que advierten al pecador del torcido futuro que aguarda a quienes renuncian al camino recto. Conozco esos textos y algunas manifestaciones similares de aquellos a los que consideramos maestros. Con todo, lo que sería realmente torticero es atribuir a tales expresiones -pocas y muy contextualizadas- un valor central en el conjunto de lo que creemos.

No es el temor. No es el miedo. No es la omnipresente sombra de la culpa, ni el pánico al desliz en el cumplimiento. No es el enfermizo rastreo de imperfecciones en la superficie del alma. No es la intimidación, ni el desasosiego, ni la inquietud, ni la turbación… No es la ansiedad ante el juicio del ojo que todo lo ve. Nada de esto conduce a Dios ni ayuda a madurar en la fe. Varias generaciones han echado raíces en tierra abonada con miedos. No sólo a Dios. Miedo a casi todo. Hay multitud de personas que aún hoy siguen arropando su fe con el devastador abrigo del terror a un futuro sulfuroso y llameante, a pesar del esfuerzo de la Iglesia por mostrar el verdadero rostro de Dios. Y en este aquelarre tampoco faltan quienes invocan el nombre de nuestro Dios como arma aniquiladora, airado robocop de fulminante mirada; eso sí, siempre por nuestro bien.

Una y mil veces, no. El miedo no sirve de nada, no viene de Dios. El miedo es el virus paralizante que impide al ser humano reconocerse como bueno, bien hecho, semilla de muchos bienes, heredero de la plenitud. El miedo interrumpe el diálogo entre Dios y los hombres, entre el creador y quienes, a menudo sin saberlo, le añoran con sincero corazón. El miedo introduce la variable del horror eterno en el peregrinar de quien busca la felicidad y, por unos caminos u otros, terminará preguntándose por la fuente de la alegría duradera. El miedo a Dios arrasa con todo lo que Dios ha enseñado sobre sí mismo. A las generaciones futuras, los creyentes de hoy deberíamos legar una reflexión seria y una experiencia sincera de la misericordia de Dios. Nuestra herencia a los nuevos cristianos no puede ser una tormenta de miedos y rayos en medio del lago para que se abracen al Señor, sino el convencimiento pleno de que Dios es la tan añorada fuente de solidez que anhelamos para la propia vida. Queda el tema de qué pasará con quien se obstina en el error. Es doctrina de la Iglesia que eso está en manos sólo de Dios. Lo que no le hará ningún bien a nadie, tampoco a quien equivoca el camino, es pronosticarle un invierno de hogueras eternas y pretender luego que se crea aquello de que Dios es amor.

@karmelojph