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Rajoy, hierático hasta la derrota final – Por Carlos Carnicero

Se oye el ruido de segadoras alrededor de Rajoy. De momento salva las piernas solo porque no tiene recambio que le amenace. Si hubiera ganado Esperanza, Rajoy estaría liquidado. Hay quien piensa que el maquiavelismo latente del presidente le impulsó a designar a Aguirre para terminar de liquidarla, aún a costa de la debacle en el ayuntamiento de Madrid.
Ahora se ha instituido que la culpa la tienen las televisiones traidoras. En Moncloa no se pueden creer que la chapuza que permitió la concentración de las cadenas repartidas por Zapatero en feudos amigos haya acabado en traición.

En la derrota lo más fácil es echar la culpa a terceros en un intento de eludir responsabilidades propias. Rajoy confió una vez más en Pedro Arriola y en el mantra de la recuperación económica. El problema es que en la calle no se nota mucho la recuperación del IBEX 35 y de la macroeconomía.

Este no es un país empresarialmente serio, con excepciones, claro. Siguen haciéndose contratos basura, la exclusión social se ha estabilizado en cifras aterradoras y la corrupción es el contrafuerte de una desigualdad galopante.

Y, además, las cadenas de televisión están encantadas con la audiencia que les han dado los discursos incendiarios de Pablo Iglesias y la inocencia impostada de Albert Rivera. Las dos grandes novedades frente a un discurso previsible de los partidos tradicionales. Pedro Sánchez salva los muebles y parece que de una vez el PSOE se está haciendo mayor y deja de jugar con las primarias.

En este escenario, con los resultados en la calculadora, es un suicidio político que el gran perdedor, el PP, no haga nada. O lo haga tan a regañadientes que parece que no lo hace. En política, las cosas son cada vez más solo lo que parecen sin importar si de verdad son. No quería hablar ni de Messi ni de la gran pitada del himno nacional. La final de Copa es como la Eurovisión del rechazo a lo que siempre se llamó patria. Necesitaríamos un psicoanalista argentino para desenmarañar el odio profundo al padre de muchos españoles que no quieren serlo. Pero no hay actitud más española que ese rechazo a la nación, como un complejo de Edipo que se tejió en la gran decadencia española durante siglos y se hizo carne en la hipnosis del 98.

La izquierda ha fracasado en la creación de un patriotismo constitucional donde se sintieran cómodos los españoles. La aldea puede más que la nación y las frustraciones del pasado no han sido sepultadas por un proyecto integrador. Mal remedio tiene porque el amor no se impone, se conquista.

Hay otras cosas que han cambiado. Por si faltaba un retrato definitivo del declive del PP, las imágenes de Rita Barberá -“¡Que hostia nos hemos dado!”- y de Esperanza Aguirre, como una niña mal criada queriendo reeditar el tamayazo, sentencian el final de una época. Y además, sin siquiera una semana de plazo desde el día de la votación, le pillan al delegado del Gobierno en Valencia con las manos metidas en el cajón. Me temo que la regeneración democrática del PP está estancada.

No hay imagen de recuperación que amortice tantos desatinos. Se acuerdan del mitin en Valencia de Rajoy, exclamando “¡Rita, eres la mejor!”. Lo malo de ejercer de César es que te aclaman mientras las cosas parece que van bien y te crucifican, como único responsable, cuando metes la pata. Todavía no sabemos quien es el Bruto de Rajoy, pero seguro que está afilando el cuchillo. De momento, le han dejado solo en el escenario.

El plazo para las elecciones generales es corto, envuelto en el sopor del verano. Y con el paso cansino que tiene Mariano Rajoy para cualquier cambio, y más si conlleva riesgos, me temo que la suerte está echada para el presidente del PP y del Gobierno.

Los pactos para formar gobiernos van a ser la prueba de fuego para los políticos españoles, acostumbrados más a la descalificación que al entendimiento. Estamos en plena ofensiva del establishment contra lo que consideran aventureros de la política. Un poco tarde. La jueza Carmena, avalada por la estulticia de Esperanza Aguirre y sus hipérboles insoportables de descalificación, va a gobernar en Madrid. Y Ada Colau, en Barcelona.

Permitir gobernar al PP es una operación de alto riesgo para quienes le apoyen. Son modas, y ahora está impuesta la de darle patadas al muñeco roto.
Si Ciudadanos le echa un cable a Rajoy, lo pagará porque a Albert Rivera le votaron muchos para echar al PP del poder.

Pedro Sánchez ha encauzado el contencioso insoportable de Susana Díaz. Pero sus relaciones con Podemos pueden ser incestuosas. Tiene que afinar mucho el PSOE para afianzar sus conquistas potenciales territoriales sin dejarse pelos en la gatera.

Por si faltaba poco, Artur Mas persiste es la pretensión de unas elecciones plebiscitarias el 27S. Ha perdido lo que no podía perder, la alcaldía de Barcelona. Y ERC no está para tirar cohetes. Pero nos amenaza otra legislatura perdida en Cataluña con más fuegos de artificio sobre la ensoñación independentista. Me aburre profundamente ese camino hacia ninguna parte.

Solo me estimula lo apasionante que es una época de cambios. Y no me aterra porque lo que deciden los ciudadanos se merece siempre una oportunidad. Y tanta expectativa de cambio, tozudamente anunciada por las encuestas y los estados de opinión, ha terminado por imponerse.