La gente espera y desespera, como apuradas, nerviosas. No llevan mucho tiempo esperando el ascensor, en realidad todavía están llegando a la zona de tránsito, pero ya están sudorosos. ¿Subirá o bajará, podré entrar, qué botón tengo que apretar? ¡Guaahj! ya se jodió, hay montón de gente esperándolo, será imposible llegar a tiempo a mi consulta. ¡Qué nervios! Me aproximaré y en un descuido de toda la tropa me colaré, pero con disimulo, no vaya a ser que alguien me plante un machango. Impresiona un espacio tan diáfano y de aluminio. Hay cuatro ascensores grandes en los que caben cerca de quince personas en cada uno, pero da igual, la cuestión está en entrar el primero al precio que sea, por eso hay que estar pendiente a que se abra la puerta, muy pendiente, porque a la mínima va y se te adelantan. Y allí, arremolinados con la vista puesta en la flechita luminosa, están prestos a iniciar la maniobra de aproximación. Como en las carreras de los cien metros lisos, la arrancada es básica. Y entonces se abre una puerta, pero la mayoría de la gente no ha ido a London, y no sabe que hay que dejar salir primero para luego entrar, y entonces se juntan dos riadas humanas tensas, deviene el caos, comienzan las primeras disputas, los rimeros roces, hay dificultad en el agarre pero cuando se estabiliza el personal, comienzan las preguntas: ¿Esto baja o sube? Baja, señora… No me diga, pero si yo quiero subir, ¿y ahora qué hago?, siempre tengo mala suerte. ¿El cinco está apretado? ¡Por favor, quítese delante de los botones! ¿Dónde me pongo, caballero? Y cuando la puerta parece que se cierra del todo como súper agente 86, cuando ya íbamos a iniciar nuestro ansiado viaje a la consulta, aunque el ascensor esté bajando, aparece una mano gruesa y trabajada y separa las puertas ¡esperen, esperen! como si fuera el último ascensor del mundo. La gente expectante murmura: ¡Joder, lo que faltaba! Y entra un hombre jubilado que viene de las medianías, y saluda muy sincero y con una sonrisa ancha. Es un saludo que se agradece, porque todo el mundo se reconcilia, y nos calmamos. Y se oye al unísono… ¡Bueeeenaaaas! Lo vez, no todo está perdido, todavía hay gente que saluda. Incluso algún salvaje que otro lo reconoce: soy un salvaje. La próxima vez que tenga ocasión saludaré y comenzaré a ser una buena persona. Y ahí va el ascensor de los apurados pasando por todas las estaciones hacia su destino final.
El ascensor del hospital publicado por Paco Déniz →