La nueva alcaldesa de Barcelona ha contratado en el Ayuntamiento a su pareja y ha designado como responsable de comunicación a una activista de la pornografía. La nueva alcaldesa de Madrid ha contratado al marido de su sobrina. El concejal de dos distritos madrileños -dimisionario de la Concejalía de Cultura, pero no de su acta de concejal- colgó en las redes sociales mensajes que hacían burla del Holocausto (en Alemania estaría en la cárcel), de los mutilados por ETA, como Irene Villa, y de Míriam, Toñi y Desirée, las adolescentes de catorce y quince años de la localidad de Alcàsser, víctimas hace años de secuestro, violación, tortura y asesinato por un delincuente nunca detenido. La portavoz del Ayuntamiento de Madrid está procesada por asaltar una capilla católica en la Universidad Complutense. Y suma y sigue.
Si todos estos desmanes los hubiesen cometido gente cercanas a la denominada derecha política, hubieran ardido las manifestaciones, las tertulias panfleto de ciertas televisiones, los escraches y hasta las agresiones (excepto en el caso de la capilla, faltaría más). Sin embargo, como se trata de progresía, todo se justifica, se disimula, se asume en nombre de la libertad de expresión o de surrealistas vericuetos legales. Y siempre queda insistir en el asunto Bárcenas (en los ERE andaluces no, porque es corrupción socialista). Los españoles lo hemos querido así y hemos elegido esto con nuestros votos o nuestra abstención. Porque los Gobiernos y las Alcaldías de perdedores se pueden criticar, claro, pero todos sabíamos que es una posibilidad constitucional y legal en ausencia de mayorías absolutas, y que todo lo que ha pasado podía pasar. El Partido Popular y su líder han colaborado activamente en el desastre legislando en contra de los valores y las creencias de su electorado natural, agrediendo a la clase media e incumpliendo sus promesas electorales. No obstante, esta clamorosa incompetencia estratégica, que los políticos populares se han visto obligados a aceptar y defender, no exime a la ciudadanía de su responsabilidad.
También los griegos son responsables de lo que está ocurriendo en su país porque es consecuencia de lo que votaron en sus últimas elecciones generales. Es lo mismo que hubiera sucedido en España con un Gobierno de Podemos y sus aliados antisistema: un corralito al más puro estilo argentino, con los bancos cerrados y un límite de sesenta euros diarios de dinero propio a obtener de los cajeros que todavía funcionen y no estén bloqueados o hayan agotado sus existencias. Y eso después de guardar una larguísima cola, disuasoria y deprimente. Y cuando mañana se abran los bancos, tendrán que arbitrar mecanismos para evitar troles de capitales, es decir, que la retirada de efectivo sea salvaje.
Son las consecuencias de votar opciones absurdas e irrealizables, que venden humo; de querer disfrutar de un bienestar privilegiado, de un idílico bienvivir, sin tener recursos para afrontar su financiación y sobre la base de no devolver lo que nos prestan. Vivir de los extranjeros, en una palabra. Y no de los mercados ni de los famosos explotadores capitalistas, sino de los ciudadanos europeos de a pie, que deberemos financiar unos gastos que no hemos generado. Sin ir más lejos, la broma del impago griego le puede costar a España unos veintisiete mil millones de euros, que si Grecia no nos devuelve tendríamos que pagar los españoles vía impuestos. Todo muy progresista, como se puede comprobar. Y lo culpables nunca son los culpables. Siempre son los capitalistas, los mercados o no se sabe muy bien quién. Irresponsabilidad se llama la figura.
Y luego está el referéndum de hoy. ¿Alguien se imagina a una familia organizando un referéndum entre sus miembros para decidir si pagan la hipoteca o devuelven los préstamos que sus vecinos les han concedido? Pues exactamente eso es el referéndum griego. Un referéndum en el que deberíamos votar también todos los ciudadanos europeos, que somos los que pagamos. Porque el problema de los antisistema no es que sean de izquierda o de extrema izquierda (se puede servir a la democracia desde la derecha o desde la izquierda), el problema es precisamente que ni creen en la democracia ni tienen el menor respeto por la Constitución y las leyes. Se sienten poseedores de la única legitimidad posible, que niegan a sus adversarios (para ellos enemigos), y por eso se permiten hacer lo que están haciendo con total impunidad en los Ayuntamientos de Madrid y Barcelona y en otros muchos centros de poder de toda España. En resumen, las fuerzas y organizaciones radicales antisistema, es decir, antidemocráticas, son unas fuerzas y organizaciones que utilizan la democracia y los procedimientos democráticos no como un fin en sí mismos, sino en calidad de instrumentos de usar y tirar. En esto se parecen a algunos nacionalismos.
Lo único bueno que puede resultar del despropósito griego es que los españoles tomemos buena nota de las consecuencias de votar a Podemos en las próximas elecciones generales; de que la economía internacional y europea tiene unas reglas; y de que los disparates voluntaristas conducen al caos y a la pobreza. “No haremos nada que ponga en peligro al país”, ha declarado el portavoz económico de Podemos, Nacho Álvarez. No se lo creen ni ellos. Especialmente ellos.