No me dio tiempo de despedirme. Gabriel ya retornó al mar de sus desvelos, de sus horas de pesca; al mar que se lo dio casi todo en esta vida. Desde la profundidad de aquellos ojos, que aun estando en tierra reflejaban el color del océano, descubrí hace ya muchos años a un hombre cabal, sencillo al que además le encantaba hablar y recordar historias de su juventud. Ya fuera navegando en barcos mercantes por medio mundo o rememorando historias y personajes de su Punta del Hidalgo natal, Gabriel disfrutaba de la conversación como pocas personas que he conocido. Miembro de una familia, de una estirpe de canarios acostumbrados a sacar de la tierra y del mar su sustento; de un grupo de expertos conocedores de mareas, bajas, marcas de pesqueros; cebos, bicheros, anzuelos y cada una de las especies marinas de nuestras costas. Esa misma familia acumula la sabiduría popular para cultivar batatas, cebollas, ajos y casi lo que sea en pequeñas huertas de secano; los mismos que se reúnen cada año para vendimiar las parras que luchan contra la maresía. Esa ha sido siempre su fortaleza, una familia que si bien no es la mía, me ha abierto siempre la puerta de su casa y de su confianza.
Alto, piel morena curtida por el sol, cuerpo forjado en el trabajo diario, su inevitable bigote y sonrisa casi perenne. Así lo recuerdo ahora. También a su mujer Rosa y a sus dos hijos Gabriel y Víctor que han tenido, y eso lo podrán decir ellos mejor que yo, la suerte de aprender de un hombre así, de crecer en una familia que arropa, que sigue apoyándose o compartiendo una broma y un vaso de vino. También sentirán esta pérdida todos sus hermanos, y esos primos que parecen hijos de la misma vara, a todos ellos les toca seguir manteniendo el humor, los recuerdos y los buenos momentos que han disfrutado juntos.
Concluyo asegurando que cuando la vida te permite conocer a gente así, tienes que considerarte una persona afortunada.