rebequita, por si acaso

Heroico y épico

Como aún se recuerda en Twickenham y alrededores de Richmond, yo el inglés no lo hablo, lo perpetro. Tanto es así, que los que fueron convecinos míos en esta tranquila localidad del sur londinense han acuñado una expresión para designar a los que chapurrean y asesinan sin compasión la lengua de Shakespeare: Ana Martin Style.

Ya nadie de la zona puede poner cara a aquella canaria de 20 años que iba del college a St. Margarets road con dos niñas malcriadas de la mano y un gorro de lana calado hasta las cejas, pero, malditos y pérfidos rencorosos, aún se acuerdan, mientras vacían sus pintas en Ailsa Tavern, de mis dificultades para pronunciar Stonehenge.

Cuando estaba allí me decían, todo sonrisas comprensivas: “Sí, sí, te entendemos, pronuncias muy bien” (en inglés me lo decían, claro) mientras estaban ya ideando cómo y cuánto se iban a reír cuando me fuera de vuelta a mi ignoto archipiélago que nunca supieron situar en un mapa.

Mi única posible venganza, en esos momentos, era recordar la Gesta del 25 de julio y al General Gutiérrez arrancándole, vía cañón Tigre, el brazo a su almirante Horacio Nelson. Tomen supremacía británica, idiotas.

Permítanme, pues, el ombliguismo y la autorreferencia, pero es que esta semana fui espectadora involuntaria de un episodio que hizo que me invadieran, sin esperarlo, oleadas de solidaridad lingüística.

Sentada en una terraza, en la que se suceden encuentros de todo cariz, presencié cómo a una chica se le hacía una entrevista de trabajo.

La muchacha parecía solvente. Los entrevistadores, cordiales, educados, le inquirían sobre su experiencia como vendedora y ella, con soltura, con tranquilidad solo quebrada por alguna duda ocasional, iba desgranando una historia de esfuerzo, contando cómo fue empezando desde los niveles más básicos de la venta hasta llegar a ser encargada de varias tiendas.

A mí, que soy de natural sensible, me conmovió. Y pensé, para mis adentros, mientras me parapetaba tras un ejemplar de DIARIO DE AVISOS: “Bien hecho, niña. Ya lo tienes”. Pero, ay. A uno de los entrevistadores se le ocurrió la buenísima idea de disparar, a bocajarro, con voz cantarina: “Y ahora, vamos con el inglés. ¿Cómo estas de nivel?”. Me temí lo peor. Se mascaba la tragedia. Asomé la nariz, con la discreción que me caracteriza, por la esquina del periódico-parapeto solo por ver la cara que se le había quedado a aquella chica dispuesta y trabajadora.

Blanca. Marmórea. Cerúlea. Ebúrnea. Recé fuerte para que en su solicitud de trabajo no hubiera puesto, en el currículum, lo que todos en este país: “nivel medio”. Porque, cuando empezó a hablar, aquello no era medio, ni era nivel. “Es que lo entiendo mejor que lo hablo” -acertó a balbucir-. “Es que me pongo nerviosa” -justificó-. “Ay, por dios, no me hagan esto” -suplicó, finalmente-.

A punto estuve de levantarme, indignada, justiciera, solidaria y decir a aquellos simpáticos y motivados preguntadores: “Déjenla ya, caramba, que si al presidente del Gobierno para dirigir España no le exigimos certificado oficial, no veo por qué esta chica, teniendo manos para gesticular, no se va a poder defender sola para vender lo que sea. Venga ya”.

Porque el hecho es que, desde que me tropecé con la tan comentada y tuiteada imagen de Rajoy en un receso de una de las reuniones en Bruselas para llegar a un acuerdo con Grecia, en la que se le veía claramente solo, aislado, incapaz de mantener una conversación con sus homólogos del Eurogrupo que vaya más allá del hello sin el traductor simultáneo, sigo preguntándome si en este país se le puede pedir a alguien que chamulle lenguas para ser, un suponer, peón caminero.

Si en mi época, en la escuela pública solo era obligatorio el inglés en la segunda etapa, a partir de los once años, y los niños de colegio privado de mi generación tampoco es que lo hablen como dios. Si seguimos con una enseñanza en lenguas extranjeras que está aún a años luz del resto de países del entorno. Si desde los tiempos del general, las películas extranjeras aquí se ven dobladas. Si todo esfuerzo inútil conduce a la melancolía ¿pa’ qué?

La entrevista acabó. Me levanté sigilosamente de la mesa deseando, con todas mis fuerzas, que a aquella chica voluntariosa le hubieran dado el trabajo, aceptándole, in extremis, la promesa de que haría un curso de inglés intensivo. Ya lanzada, se lo daría yo misma si hiciera falta.

No me digan que no es heroico y épico. Heroic and epic, o sea.

@anamartincoello