opinión

Interpretación pictórica para evocar

Así lo vieron, así lo interpretaron aquellos pintores extranjeros que fijaron su residencia en un Puerto de la Cruz lleno de encantos y de atractivos naturalistas que brindaban una paisajística idónea para los lienzos. Es El Puerto en la colección del Instituto de Estudios Hispánicos de Canarias, una exposición cuya apertura sirvió de despedida a los dieciocho años de ejercicio presidencial del profesor Nicolás Rodríguez Munzenmaier, a quien el comisario de aquélla, Eduardo Zalba, dedicó unas afectuosas palabras de gratitud y reconocimiento.

Con una inevitable licencia para la añoranza o la nostalgia, la exposición condensa una visión del jardín botánico del siglo XIX y hasta seis enfoques de San Telmo en cuadros de factura más reciente. Los fondos de arte del IEHC atesoran, en efecto, más de una veintena de paisajes que, realizados sobre distintas técnicas pictóricas y en distintas épocas históricas, se pueden contemplar durante todo el mes de julio. Ya son quinientos, por cierto, los cuadros que alberga esa rica pinacoteca del Instituto, siempre reivindicada hasta que cristalice la idea de que sea la futura remodelación del parque San Francisco el espacio que albergue tan valiosa colección.

Una fotografía en la que aparece el acuarelista tinerfeño Juan Ruano, pintando alguna de sus marinas cerca de la antigua batería de Santa Bárbara, en el muelle, junto a la antigua Marquesina, antecede al recorrido pictórico. Es una fotografía que simboliza el Puerto de antaño, el que se abría al turismo y en el que era frecuente encontrar esa estampa del autor en plena tarea, rodeado de nativos y niños curiosos mientras los extranjeros se lanzaban a la búsqueda de rincones y tipismo que atraían su atención.

Es como si Ruano descorriera las cortinas de este retrospecto pictórico -abierto durante todo el mes de julio-, ese Puerto de la Cruz interpretado en las acuarelas de Mario Martín o de Gregorio Ábalos, en sus primeras y elementales entregas, sigue llamando la atención. En la inauguración estaba, por cierto, un autor superviviente, Teófilo Galán Ulla, donante además de un cuadro que está en pleno proceso de reconstrucción supervisado por él mismo. Al lado del sueco Acke Fernander, están los óleos de Luis Ibáñez, dedicado años más tarde a la decoración, solicitado incluso por César Manrique. El bajío contiguo a la marea, hoy terrenos del futuro parque marítimo, quedó plasmado en la acuarela de un excelente profesor de dibujo, Cristóbal Garrido Luceño. Gilbert Kovll nos dejó en 1963 una singularísima visión de la plaza del Charco, ceñida casi a la ñamera y a los laureles de indias. El rostro recio de los hombres de la mar lo captó la belga Anna Vandeputte. El finlandés Stig Akerval también dejó su sello, junto al del austríaco Norbert Klamt cuya paleta, estilo Germinal, prefieren en el Instituto para ilustrar la portada de alguna edición futura.

Con tinta sobre papel pintó Manuel Sánchez en 1957 y Jesús Ortiz también dejó una preciosa acuarela. El sueco Bo Bergström hizo un óleo sobre tabla en 1970 con el patio del antiguo cuartel de la Guardia Civil . Y original del inglés P.Crock, de 1866, hay una reproducción fotográfica de una acuarela sobre papel del jardín botánico felizmente rescatada y que ha quedado bien resguardada por razones de seguridad.
Aquellos autores que lograban exponer en el Instituto cedían luego una de sus obras para los fondos. Ahí están las muestras del francés Jacques Montagne, de Francisco Leal Páez y del malogrado artista local José Manuel Hernández Pacheco, quien dejó en tinta la iglesia de San Francisco como muy pocos lo han hecho. Entre esos pocos está otro francés, Jacques Guillery, quien en 1964 retrató el sin par rincón de la plaza del Doctor Víctor Pérez, antesala ajardinada de aquel templo. Un carboncillo (1971) de gran tamaño del catalán Esteban Frigola, a quien conocimos y tuvimos por vecino, completa esta sugerente y contrastada interpretación pictórica de la ciudad, válida, desde luego, para evocar.