El diccionario define la palabra “piedad” como compasión, clemencia o misericordia. Y es exactamente lo contrario que el sistema político y judicial español está demostrando con las 154 víctimas del JK5022, el siniestro aéreo que devoró el 20 de agosto de 2008 a familias enteras en Barajas. Parte de las familias golpeadas por esta catástrofe han sido otra vez abofeteadas este viernes por la sentencia de un juzgado de lo Mercantil de Madrid que ahorra a la aseguradora Mapfre el pago de millones de euros y sitúa en solo 5 millones las indemnizaciones que ha de abonar por la muerte de 31 personas y las secuelas soportadas por uno de los supervivientes.
No se trata aquí de demonizar a Mapfre ni al titular del juzgado de lo Mercantil, a la postre solo dos piezas más del engranaje diabólico que ha llevado a muchas familias del JK5022 a este callejón sin salida. De lo que se trata es de analizar y tratar de comprender cómo es posible que el accidente con más víctimas de la aviación comercial española se quiera enterrar no solo obviando sus causas latentes y cualquier responsabilidad pública como factor coadyuvante, sino además obligando a las familias a contentarse con una indemnización económica que es además miserable en su cuantía.
No hay dinero en el mundo que pueda compensar la pérdida de una persona querida. Mucho menos si han sido familias enteras las que han sido borradas del mapa. Esto, claro, lo saben muy bien los familiares de las personas que murieron en Barajas aquel oscuro 20 de agosto. Pero si monstruoso es tener que enfrentarse cada día con la evidencia horrible de la pérdida, más monstruoso aún es que la llamada Justicia española le dé carpetazo a la causa en la vía penal y encamine a estas personas hacia la reclamación económica en los juzgados de lo Mercantil como única salida. Subráyese: de lo Mercantil. Como si las personas muertas fueran una simple mercancía y, ya en el colmo de la monstruosidad, como si sus muertes se pudieran no ya tasar, sino además discutir en pública subasta y además a la baja. Primero muertos, luego cosificados y finalmente depreciados. Agosto es tiempo de rebajas, también para los desgraciados que perdieron la vida junto al arroyo de la Vega y para los que les echarán de menos hasta el fin de sus días. ¿Acaso puede ser el sistema más miserable?
Pero hablemos ahora del autismo. La tragedia del JK5022 tiene dos caras muy nítidas. Una es el sufrimiento de quienes han padecido la catástrofe. La otra es la lección que supuestamente debería haber aprendido España para evitar que esto vuelva a ocurrir. La pregunta es: ¿lo ha hecho? De los muchos que se amontonan sobre las causas de esta tragedia, uno de los elementos más inquietantes tiene que ver con el certificado de aeronavegabilidad del avión siniestrado, vencido un mes antes del accidente y prorrogado sin que mediara inspección alguna de la aeronave. Una prórroga que finalizaba el 22 de agosto de 2008, solo 48 horas después del accidente. La asociación de víctimas, alguna eurodiputada y organizaciones profesionales como el Colegio Oficial de Pilotos (Copac) han llamado la atención sobre este hecho inexplicable e inexplicado.
Como advirtió el Copac en un demoledor análisis en marzo de 2012, del informe redactado por la Comisión de Investigación de Accidentes e Incidentes de Aviación Civil (CIAIAC) ni siquiera es posible colegir cuál fue el procedimiento que permitió semejante prórroga. Un agujero negro más de los muchos que se amontonan alrededor de este accidente: por qué no se tomaron medidas preventivas respecto a la flota de los MD-80, por qué no se alertó de un fallo idéntico que estuvo a punto de derribar un avión de Mapjet en Lanzarote un año antes, por qué (como denunció el Copac) había autorizado Aviación Civil a Spanair un listado de mínimos que en la práctica limitaba el margen de maniobra del comandante para solicitar un cambio de avión, por qué se obviaron datos claves en el entorno del accidente, como la presión operacional en el caótico día de autos? Una montaña de preguntas y ninguna respuesta, a excepción de una única verdad institucional que como siempre le echa toda la culpa a los únicos que no pueden defenderse, los pilotos muertos. Obviando no solo la montaña de dudas razonables sobre todo lo que pudo hacer la Administración y no hizo para evitar aquel accidente, sino detalles alucinantes como que aquel fatídico día se enfriara con un cubito de hielo la sonda recalentada que retuvo el avión en el suelo dos horas antes del fatal accidente. El resto ya es materia conocida: una alerta que no existió, una errónea configuración para el despegue y un avión envuelto en llamas.
Si la Administración española y los políticos que la gestionan tuviera un mínimo de decencia, nadie debería dormir tranquilo en el Ministerio de Fomento hasta que todas y cada una de estas preguntas encontraran no solo una respuesta razonable, sino un desarrollo óptimo en términos de prevención de catástrofes. Pero todo lo que tenemos antes nuestros ojos es la evidencia de que se quiere enterrar el dolor de estas familias apenas bajo un puñado miserable de euros. Abofeteando la dignidad de los que perdieron la vida y de quienes les lloran. Y por si esto fuera poco, sembrando en la aviación española la cultura no de la seguridad, sino de la ruleta rusa. Enterrando la verdad.