Carmen de León se inspiró en un viejo dicho que condensa la idiosincrasia de los lugareños para lograr “un elocuente relato del alma portuense”. Lo meritorio de la idea estriba en hacer un montaje escénico, casi una representación teatral, no con actores amateur sino con gente común, tan predispuesta como desenfadada para contar sus vivencias, contextualizadas en sus barrios, en sus ocupaciones, en algunos episodios históricos y en los problemas cotidianos. El viejo dicho, “en lenguas del Puerto te veas”, toda una filosofía de vida, un modo de ser, propicia una sencilla puesta en escena, sin alardes: un doblez blanco trufado de elemental luminotecnia para que lucieran las siluetas sombreadas, mientras los actores, con atuendo colorista a juego, van desgranando individualmente sus soliloquios, plagados de experiencias personales y de alusiones a las efímeras glorias y a las frustraciones latentes. Un arcón lateral, con su nombre en la pantalla, del que iban sacando adminículos, era todo el complemento de aquel escenario para la ocasión.
La idea cuaja en casi dos horas de producto original -al que faltó ritmo en algunas interpretaciones- que va más allá de un ejercicio de divertimento popular. En cierto modo, es un alegato crítico: los portuenses sienten mucha nostalgia del esplendor pretérito, han dedicado y dedican mucho tiempo a su costumbrismo, como creyendo que es posible reeditar hechos que protagonizaron ellos mismos o sus antepasados. Pero son poco emprendedores, apenas ponen empeño en hacer cosas nuevas, en incursionar en las potencialidades socioculturales. Les falta iniciativa y a menudo, desde hace algunos años, no encuentran mucho apoyo (público y privado) que digamos. Hasta se destaca su incapacidad para mantener o conservar las pocas cosas que han puesto en marcha.
La sala estuvo llena -como que van a repetir el próximo miércoles-, hubo alguna concesión a la interactividad y el público siguió con respeto y ganas de disfrutar de algo nuevo, distinto y propio. Identificarse era fácil, estaba al alcance y lo consiguió. Lo bueno del alegato, entre nombretes, personajes y episodios, es que está trufado de la inocencia y del estilo indirecto que suscita los aplausos de los espectadores cuando éstos captan el mensaje, especialmente en los asuntos domésticos. Algunos silencios también son reveladores.
Por orden de aparición: Pedro Pacheco, Carmen Hernández, Conchi Hernández, Menchu Cejas, Ulrike Maassen, Darío González, Magüi Padrón y Carmen de León, que oficia de cronista-introductora, junto a Diego Cejas y Anahi Turpin, entre bambalinas, dieron vida a una idea que no es un espectáculo pero que cristalizó con estimable satisfacción, pese a los imponderables y las limitaciones. La granada interpretación del manifiesto final de Mónica Lorenzo, propietaria de la sala, la única profesional de la performance, es, con acento afrancesado, una reivindicación desmenuzada del quehacer cultural local, hecha con tanta aplicación y tanto amor propio que ojalá quede como una pieza recurrente que lo estimule.
De momento, las lenguas portuenses ya tienen una pequeña nueva dimensión.