Un día desventurado y caluroso, de hace ahora doce años, malhaya la pena mía, iba yo en un taxi hacia casa de mis padres. Hago un inciso para precisar que conductores de todo el orbe me conocen, porque me negué a sacar el carné hasta los 40. Como usuaria masiva que he sido de un servicio que considero fundamental para el desarrollo de la vida humana, debo confesar que a mí me gustan los taxis y los taxistas en general. Pero, del mismo modo, no olvido que, a veces, el receptáculo del coche es como el bombo de una lotería. Como la vida misma, vamos. Taxista hablador, no problema. Tengo verborrea suficiente como para apabullar al parlanchín más irredento hasta dejarlo sin argumentos, ni ganas, ni nada. Taxista discreto, una joya. Taxista que ama el reguetón… Bien, volvamos al principio.
Iba yo un infausto día de verano, maldita sea mi suerte, en un taxi hacia casa de mis padres con un cólico biliar de tamaño regular, cuando la tragedia que ya se apuntaba alcanzó, de pronto, proporciones griegas.
El conductor era amante de los ritmos latinos, y una emisora de ese corte atronaba sin compasión, ni temor de dios, de manera que tuve que repetir a aquel buen hombre de pésimo gusto musical la dirección de mis progenitores varias veces, a todo lo que la voz me daba.
Obviemos los sudores de un día de verano. Obviemos que, cuando nos parábamos en un semáforo, la gente nos miraba desde otros coches y yo solo podía esbozar una sonrisa resignada, rezando para que todo observador leyera en mi cara: “qué le voy a hacer, no tengo fuerzas para decirle nada a este señor”. Obviemos que, mientras palpitaba mi vesícula, como queriendo salirse indignamente por cualquier lugar que encontrara expedito, aquello seguía sonando sin tregua. Pero no olvidemos, porque para eso estamos aquí, que estaba escuchando, a todo meter, una matraquilla que decía tal que así: “qué rico el mmm, sabroso el mmm, a ti te va a encantar el mmm”. Sí. Era la primera vez que oía yo el Papichulo -si habrán llovidos papichulos desde entonces- y allí estaba, sola ante el peligro, en un taxi lleno de susurros, rrricos y uhms, soportando una vergüenza ajena que ya superaba, con creces, al dolor vesicular e intentando que, ante la orgía que se desarrollaba en aquel espacio móvil, el hombre que conducía, por favor, no estableciera contacto visual conmigo. Agaché la cabeza y me puse a recordar melodías bonitas. Tarareé, qué se yo, Penélope, Dust in the wind, Hotel California, Aserejé, intentando abstraerme de aquella realidad e impedir que el taxista viera mi cara arrebolada, como cuando de adolescente iba al cine con un chico y en la peli, de repente, inopinadamente, había sexo salvaje.
Pero lo hizo. Encantado, como estaba, miró por el retrovisor -rrretrovisorrr en su idioma, supongo- y me sonrió, complacido, imagino, por la serenata con la que me estaba amenizando el camino. Fueron los quince minutos más largos de toda mi existencia. Más largos, incluso, que cuando en Cartagena de Indias un taxista me llevó a dar una vuelta de cortesía por barrios inhóspitos “por los mismos 2.000 pesitos”, y yo me despedí mentalmente de todos mis deudos, mientras pensaba que mis 32 años de entonces se iban a quedar en una cuneta. Imaginen. Quince minutos de sufrimiento máximo. Novecientos segundos de angustia mal disimulada. Enfilábamos ya la entrada al barrio de mi niñez y, con algo de alivio, comprobé que aquel extended mix iba bajando el tono de los soniditos guturales y el mamirriquismo. Pero como la alegría dura poco en la casa del pobre y las desgracias nunca vienen solas, tras el espejismo de cordura que se instaló en el vehículo por unas milésimas de segundo, la voz de la cantante rompió la magia y se arrancó con esta frase: “mujeres vírgenes que se quiten los pelos, como dice el barbero”. Y ahí, no pude más. Llámenme temeraria pero grité con toda la fuerza de mi vesícula dolorida: “¡Pare! ¡Pare aquí mismo! ¡Pare ya”.
El hombre, tras cobrarme apresuradamente, me miró espantado, como si la desequilibrada en todo este bochornoso asunto fuera yo. Y no me importó asumirlo. Era cierto. La única loca en aquel coche era la que firma, por pensar que el reguetón se extinguiría tal y como llegó. Que a la gente normal le iba a parecer intolerable todo ese rollo machista y ordinario de dame, toma, te doy, soy tuya y por ahí. Doce años más tarde se han multiplicado exponencialmente los taxistas reguetoneros y los albañiles reguetoneros y los abogados reguetoneros y los pensionistas reguetoneros. Incluso, yo misma, cogiendo despistada a la mujer sensata que a veces me habita, me he sorprendido tarareando un reguetonito light, de esos que tanto les gusta ahora a los cantantes pop. Así que olviden el asunto. Ese hombre no era un hortera. Era un visionario.