Llego tarde, porque ya todos habrán exaltado o vilipendiado al que fue hombre del momento y que ahora se aprestará, suerte la suya, a sumergirse en unas vacaciones lejos del influjo de Merkel y de la Europa hostil. Pero no me resisto a escribir sobre él, aunque se haya quemado ya en esta hoguera de las vanidades, en este fuego fatuo que es el signo de nuestros tiempos.
Es un hecho que, siglos después de que se levantaran los pilares de la civilización actual, seguimos necesitados de héroes que nos salven y nos inspiren.
Y no hay pueblo que más grandes héroes haya dado al mundo que Grecia. Agamenón, Aquiles, Teseo, Ayax, Alejandro, Odiseo… Todos aquellos que hicieron grande a la patria helena y cuyas historias siguen alimentando al cine y levantando pasiones en todas las generaciones. Y, ahora, Yanis Varoufakis. El ultimo héroe griego. Hablo del personaje, que se ha comido por completo a la persona, de la que apenas sabemos que vivía una apacible y bien remunerada existencia de profesor universitario -así le gustó siempre definirse- y marido de acomodada artista, Danae, (como la madre de Perseo, a la que Zeus embarazó en forma de lluvia dorada).
Todo héroe necesita de un sacrificio para hacerse más grande a los ojos de los mortales. Heracles tuvo el suyo, doce durísimos trabajos. Y también lo tuvo el titán Atlas, obligado al castigo de sostener los pilares de la tierra con sus hombros. El sacrificio de Yanis se consumó esta semana, cuando se arrojó, voluntariamente o forzado, a la pira en la que se consumen aquellos que se saben instrumento necesario para el triunfo de otros.
Varoufakis, ya amortizado, se fue como llegó: subido a tremenda Yamaha de semidiós y levantando pasiones. Cuando se dirigió a los medios, tras el referéndum del pasado domingo, lo hizo relajado, satisfecho, sabiéndose ya triunfador aunque se marchara. La camiseta con la que se presentó, probablemente la más usada que había en su armario, era toda una declaración de intenciones y un desafío a los semióticos, que en estos tiempos son legión. Decían a gritos sus costuras: “He bajado las escaleras de mi casa de tres en tres y silbando. Y no voy en bata porque me parece feo. Pero soy libre. Y ustedes me quieren”. Y en ese mismo estilo, estudiadamente franco y directo, con un escueto Minister No More!, regalado a las hordas tuiteras, se despidió con la satisfacción del deber cumplido y sabiendo, claramente, que su papel de agitador, de provocador deslenguado, su imagen de chico malo tan bien construida, tan manierista en su aparente desaliño, ya había cumplido su ciclo. Seguramente Tsipras no tuvo que decirle nada. Ya se sabía inmolado cuando declaró, jugando sobre seguro, que lo que estaba practicando el Eurogrupo a su país era terrorismo. Ese fue el colofón a una larga serie de desencuentros con los representantes de los restantes estados de la vieja Europa, en los que no le importaba ser antipático, y cuyo contenido y formas criticó siempre que pudo, filtrando, incluso, las interioridades de esas reuniones.
Varoufakis se va, pues, con su leyenda de héroe bien construida y rematada por la certeza de que ahora no solo vivirá más tranquilo, sino que ganará más dinero. Y eso, que hoy por hoy en política casi no se ve, le fabrica una coraza bruñida y cincelada a prueba de casi todo. Ya le pueden escupir insultos los haters de uno y otro continente, como si llovieran flechas incendiadas. Pueden seguir diciendo, aun con razón, aquellos que han trabajado con él, que tiende a la ira incontrolada y es de todo menos humilde. Pero criticarle que se haya marchado es difícil. Porque no es tanto el porqué. Es el cómo.
Si los griegos hubieran dicho nai (sí) en el confuso referéndum, la salida de Varoufakis habría sido taciturna y deshonrosa, manchada por la derrota final. Y el lenguaje no verbal expresado en ella, a la fuerza habría tenido que ser muy distinto. Pero se va cuando está en la cresta de la ola. Cuando entre sus votantes y sus convecinos ha triunfado, aunque sea ésta una victoria pírrica -en la que se pierde más de lo que se gana-, por seguir citando a los clásicos.
Que Varoufakis se vaya no les soluciona nada a los griegos, que se enfrentan, acabe como acabe esto, a más recortes, subida de impuestos y una situación realmente difícil de reconducir. Pero a él, a su imagen, a su lugar en la Historia, por más breve que haya sido su hégira, esta cadena de episodios, los más de ellos trágicos e inevitables, le han hecho un favor enorme.
Yanis es un héroe. Y, frente a eso, no hay Troika que valga.