en la frontera

La corrupción y el CIS

De nuevo el CIS pone en el candelero la corrupción. Sigue siendo, a juicio del CIS, el segundo problema que perciben los españoles, por supuesto tras el desempleo, esa lacra que afecta a millones de familias. Ahora la preocupación ciudadana por la corrupción dominante escala cinco puntos en relación con la última entrega del CIS.

En efecto, durante julio la ciudadanía se muestra preocupada por un fenómeno tan antiguo como el ser humano que en este tiempo ha crecido exponencialmente. La proliferación de casos de corrupción a lo largo y ancho de la geografía nacional debiera disparar las alarmas en los cuarteles generales de los partidos políticos, de forma y manera que los ciudadanos perciban que se dejen atrás viejas formas de estar y hacer política. La realidad, sin embargo, acredita que todavía hay una mayoría de españoles que desconfía de los partidos políticos como instituciones de interés general y de las promesas de muchos dirigentes por décadas siguen instalados en la cúpula de estas organizaciones. En efecto, la ciudadanía, entre resignada e indignada, apunta a los partidos como las instituciones más desprestigiadas de la vida democrática española, tal y como mes a mes registran las encuestas desde hace años.

La corrupción es consecuencia de la forma de selección de los cargos públicos, de la amplia discrecionalidad existente para adjudicar contratos públicos, de la manera en que se componen las listas electorales o, si se quiere, de los criterios exigidos para integrar los cuadros directivos de las juventudes de las formaciones partidarias. Mientras se designen los cargos por afinidad personal y se confeccionen las listas para consolidar poderes personales, la corrupción seguirá campando a sus anchas. Es lógico porque, desde este planteamiento, se está y se practica la política precisamente para el mantenimiento y conservación, como sea, de la propia posición y de la de quienes la hacen posible. En este sentido, aunque se quiera ocultar, la realidad acredita que el panorama político español está, todavía a día de hoy, sumido en una profunda degradación que ha permitido a los ciudadanos, primero en las europeas, luego de las locales y autonómicas, y presumiblemente en las generales, a castigar a aquellas formaciones que han albergado por largo tiempo o que todavía cobijan a personajes razonablemente sospechosos de corrupción. Las filtraciones de algunas conversaciones mantenidas por cabecillas de algunas de las tramas de corrupción más conocidas alimentan esa decepción y creciente indignación reinante en la sociedad acerca de la política y de los políticos.

El hecho de que en plena crisis económica unos desalmados se han dedicado a engrosar sus cuentas corrientes con la compra y venta de información privilegiada, con el tráfico de influencias o, más descaradamente, con sobornos, complementos, dádivas y otras lindezas, es comprensible que haya sulfurado a tantos y tantos ciudadanos que con muchas dificultades consiguen, si pueden, llegar a fin de mes con el fin de mantener dignamente a sus familias.

Así las cosas, bien está que los partidos pretendan revisar sus “códigos éticos” para endurecerlos y presentarse ante los ciudadanos como instituciones regeneradas. La cuestión, sin embargo, no depende exclusivamente de normas o códigos. Claro que son bien importantes. Por supuesto. El problema es que junto a normas y a códigos, es menester que de verdad se renueven los compromisos democráticos de quienes nos representan en los diversos poderes del Estado y que los políticos se dediquen al bien público, a la mejora de las condiciones de vida de la gente. No a la búsqueda del poder por el pode , a laminar al adversario o a incrementar la cuenta corriente, algo que, por lo que se observa a diario, todavía colea, y no poco.

Desde luego, no es sencillo transformar el panorama político español. No se hará de la noche a la mañana porque se sabe que la corrupción ha crecido exponencialmente y que no se puede extirpar de un plumazo. Más bien, de lo que se trata es de reconocer ante la ciudadanía que las cosas se han hecho mal. Que no pocos se han aprovechado de su posición política. Que es menester evitar que el personal se perpetúe en los cargos. Que hay que dar entrada en las formaciones políticas a personas que puedan aportar experiencia y eficacia en la gestión en lugar de permitir el acceso a quienes vienen a beneficiarse personal y patrimonialmente de su condición de representantes del pueblo.

La ejemplaridad, decía Hume, es escuela de humanidad. Si los que mandan de verdad estuvieran dispuestos a comprometerse en la regeneración que precisa nuestra democracia, las cosas empezarían a cambiar. Buena cosa sería que los políticos bajaran más a ras de tierra, que se acercaran más a convivir con quienes de verdad sufren y están excluidos del sistema. Cuando los políticos se ocupan en serio de los asuntos del interés general, entonces ordinariamente no hay tiempo para cosas distintas que trabajar de sol a sol por la mejora de las condiciones de vida de los ciudadanos. En cambio, cuando el fin de la actividad política consiste en el cálculo y en la astucia para permanecer como sea en la cúpula, entonces la corrupción, de una y otra forma, con más o menos intensidad, está servida.

La lucha contra la corrupción no es sólo cosa de normas jurídicas y códigos éticos. También, y sobre todo, es cuestión de compromiso con la ciudadanía, con la promoción de los derechos y del desarrollo de la libertad solidaria de las personas. Y, por ahora, solo vemos algunas normas jurídicas que se han rectificado así como algunos códigos éticos loables. Sin embargo, sigue pendiente la vieja asignatura de la democracia interna de los partidos llevada a efecto de forma plena y coherente. Casi nada.