por qué no me callo

El libro blanco de Carlos

Diez años después, el Delta es una metáfora poderosa capaz de inspirar desde un relato de miedo hasta un guion de un corto o un largometraje sin rayar en Lo imposible sobre el tsunami asiático desatado un año antes que nuestra tormenta tropical. Y también puede ser materia de un artículo periodístico, de exquisita factura, como el que leo ahora en un libro de Carlos Blanco. El autor publicó en diciembre de 2005, pocos días después del huracán, en El Norte de Castilla, un texto que hilvanaba los hilos del suceso hasta tejer una pieza redonda, que es un traje a la medida de una crónica literaria destinada a perdurar. “Una semana después del paso por Canarias de la cola de la tormenta tropical Delta aún no se había restablecido en su totalidad la energía eléctrica en muchos lugares del sureste de Tenerife…”. Así empieza el periodista a contar los hechos como en un cuento; rememora las torretas de Unelco caídas aquella noche del último lunes de noviembre, y una en particular que fue portada en la prensa: la del barrio lagunero de La Higuerita que se desplomó sobre tres viviendas: “El brazo metálico de uno de sus travesaños penetró en el techo y quedó suspendido a pocos centímetros de la cama donde dormían dos ancianos”.

El libro blanco de Carlos se titula Cartas canarias (editorial Cuatro y el Gato) y compila los artículos que enviaba a su periódico, a 2.000 kilómetros de distancia y a pocos metros de la mesa en la que yo escribía y trabajaba de 2003 a 2008 en Tenerife. Carlos era el director de contenidos de la Cadena Ser en Canarias y uno de los periodistas más solventes que he conocido. Nos hicimos amigos en un día, compartíamos afinidades: en el medio -la radio- la clave de bóveda se llamaba, desde luego, Iñaki Gabilondo. Carlos tenía en un estante un ejemplar de Ciudadano en Gran Vía, que Martín y yo escribimos sobre el locutor de referencia de la cadena. Le devuelvo ahora el cumplido con su obra a mano en la biblioteca de la cueva en que hago estos trabajos. La vengo leyendo y releyendo desde hace meses, con un placer descansado. Da gusto leer a Carlos por lo bien que escribe. Me sorprende en uno de sus textos con esta cita de Rimbaud: Soy un otro. Un artículo sobre la inducida neutralidad del periodista en medio del fuego cruzado de partidos y gobiernos que intoxican la verdad del país. Porque Blanco y yo diferíamos sobre poesía, entre su escepticismo y mi adicción. Hay más ramalazos poéticos en su libro de los que el propio autor admitiría. Pero hay, sobre todo, una arquitectura periodística de primer orden en este libro edificante, que es un libro blanco del género. Me han interesado mucho sus ideas sobre la España de entonces, de hace tan solo un decenio, hasta el origen de la crisis, sobre la que habla a propósito entre los artículos posteriores a su estancia en la isla con que cierra la edición. Muchas de sus preocupaciones en cuestiones candentes que nuestra sociedad enfrenta desde la Transición -la Carta Magna, la libertad de expresión, la independencia de la Justicia, la corrupción o el problema territorial con Cataluña a la cabeza- desfilan por estas páginas como si el libro hubiera sido escrito ayer. Tal impresión, que pudiera parecer un simple halago al autor, no se deja desmentir en este caso, en que Carlos acredita haber tenido la doble habilidad de escribirle cartas a su tierra, Castilla y León, desde una isla en el Atlántico, como si viviera en los dos sitios a la vez, y de haberlo hecho como si lo hiciera en un tiempo en suspensión, por el que no pasaran los años. Las pegas semánticas a Zapatero por haber atentado contra el alma del idioma, en palabras como matrimonio, saltándose 1.000 años de antigüedad del vocablo para aplicarlo a los cónyuges homosexuales, o como violencia de género, violentando la opinión en contra de lingüistas como Lázaro Carreter, revelan la lealtad insobornable del autor hacia el lenguaje. El periodismo es un ejercicio de amor a la palabra, como reivindican Álex Grijelmo o Humberto Hernández. Este libro es un buen ejemplo de esa voluntad de estilo y léxico. Destaco en él, además, como se ha podido deducir, que es un manual de verdades honestas, políticamente incorrectas en ocasiones, en una plaza pública -el histórico El Norte de Castilla- abierta al debate frente a la lenta dilución de los contrastes. Blanco reclama los grises, los tonos que, por obra de los partidos y el maniqueísmo de una sociedad veloz, se han ido desprestigiando.

El autor suele rebelarse contra la complacencia. En algunos capítulos repudia el maltrato animal: “En Alemania, disfrazado el acto como una artística performance, arrojaron una vaca desde un helicóptero ‘para verla volar”. La res había sido sacrificada antes, pero el espanto que provoca la escena recuerda -dice- a la “carpetovetónica imagen de la cabra arrojada por los mozos desde el campanario de un pueblo zamorano”. Cada uno de estos alegatos contra la injusticia
-incluida, la leontina de errores judiciales y una curiosa polémica periodística con el director de comunicación de la Fiscalía General del Estado, en tiempos de Conde-Pumpido, sobre los filtros a la relación entre los fiscales y la prensa- resultan premonitorios de una deriva que a estas alturas se traduce aún en leyes mordaza y menos transparencia, paradójicamente, cuando las fuerzas políticas practican primarias. España es un país sin una solución; sino muchas, distintas en cada momento. El mes próximo toca arbitrar la solución al problema catalán, que en este libro se dibuja en sus más mínimos detalles. A diario, la corrupción demanda respuestas inmediatas que la justicia dilata sin más remedio. Blanco cita a Garzón desempolvando las pistas del caso Gürtel (correa en alemán), y ayer mismo llegaba a mis manos El fango (40 años de corrupción en España), del exjuez, en uno de cuyos capítulos describe el perfil de Bárcenas: un alpinista tramposo que quiso escalar sin éxito el Everest con trucos de señorito. Fernando Rey, catedrático de Derecho Constitucional, y Domingo-Luis Hernández, escritor y profesor de Literatura Española, prologan estas cartas canarias (que se añaden al linaje de las satíricas cartas persas de Montesquieu y las 90 cartas marruecas de José Cadalso). El autor, amigo y admirador de Miguel Delibes -que dirigió a mediados de siglo el periódico donde este libro se publicó por entregas- no pasa por alto que el novelista arribó por mar a Tenerife en 1960 y recibió la primera impresión de una isla oxidada, “un montón de hierros herrumbrosos sin el menor indicio vegetal”, y cuando la conoció mejor convino en que era un continente en miniatura donde conviven la nieve y el desierto con un vergel. Cuando he paseado con la familia por el Valladolid de Blanco, en su compañía, he tenido la sensación de que cada uno -como dice Beckett- llevaba la isla consigo. Castilla y León, por cinco años, también tuvo un despacho en la Avenida de Anaga, con vistas al mar. Doy fe.