después del paréntesis

La muerte

Hace ya algunos años que me lo reveló, para que quedara claro: “no Juan, Juanito, que es como me llama la gente; y Montesdeoca, todo junto, que es como me apuntó mi padre y eso es importante”. Lo encontré donde siempre, en la esquina de la playa, en la atalaya donde lo divisé por primera vez, cara al mar, la mirada clavada en el infinito, con la misma ropa y el mismo calzado.

“Hace algunos veranos que no te encuentro por aquí”, me dijo. “Tres o cuatro”, contesté; “ya sabes que cuando uno no viaja solo a veces no llegas a donde deseas llegar”. “Ajá”, contestó; “yo no le doy cuentas a nadie”. Me senté a su lado, claro; siempre lo he hecho así. Tendí mi mano y chocó con la suya. “¿Qué te parece?”, preguntó, a propósito del quehacer que lo retenía. “Proporcionada, muy bien proporcionada”. Yo confirmé, la muchacha extendida sobre una toalla en la arena. “¿Y que es lo que ocurre hoy?”, continuó. “Menos topless en este año. Eso es por la bazofia derechista que se ha instalado en este país”. Le recordé que en aquel lugar más del 70% de los visitantes eran extranjeros. “Lo mismo da”, sentenció; “todos iguales, los inmovilistas y ultraliberales de pacotilla. Esos son los que nos han jodido la historia”. No lo contradije. A Juanito Montesdeoca es mejor dejarlo hablar. Y lo ayudé: en la zona de nudistas, en la parte de acá del faro, ahora se sientan en la orilla tíos con calzoncillos y señoras con bikini. “Eso me contaron”, dijo; “aunque hace algún tiempo que no voy para allá. ¡Desaprensivos!”. Y como ya era la hora, me interesé: “¿Qué tal tu imperio?”. “Como nunca”, contestó; “muchas mejoras”. La barca con la que Juanito Montesdeoca hace guardia en la esquina de la costa de Morrojable es un inmenso neumático de camión al que le ha añadido complementos extraordinarios. Desde una banderita de España en el extremo a dos toberas tubulares que pudieran cargar misiles para su defensa. Siempre atento, no vaya a ser, que la desgracia es muy canalla, me confirma una y otra vez. Así es que aquella tarde no era especialmente benigna ni el mar más calmo que de costumbre. Lo contemplé ufano, de pie en su púlpito, con el brazo sobre el pecho. No tenía noticias de lo que sucedió, pero ocurrió lo que Juanito buscara en casi todos los días de su vida. Juanito Mostesdeoca no solo se sentía preparado sino predestinado para salvar a alguien de la muerte. Ocurrió. Desde ahora no será suficiente recordar que las vírgenes de Java visitaron Morrojable para descansar y él las visitó, las gozó; o que la Tierra comienza más allá del horizonte y él la recorrió desde el frío más frío del norte hasta el calor más calor. La ficción ya no tenía cabida en la ficción, porque Juanito era lo que soñó ser. El real se confirmó con el real: un empresario de Europa se aprestó a descubrir l os secretos ocultos de las aguas con unas gafas y unas aletas, se cansó, le falló el corazón y allí se encontraba Juanito para socorrerlo.

El mundo es así de impaciente, me confió; y de perfecto. Lo compensarán. Mas las gracias y las dádivas no son definitivas. Lo es la confirmación de su actitud y de su responsabilidad. Y que su barca celestial cobró el sentido verdadero, eso para lo que el destino la reservó y la diseñó.