diario de las américas

La caída de Otto Pérez Molina desata el pánico político en América

Otto Perez Molina, presidente de Guatemala. | REUTERS
Otto Perez Molina, presidente de Guatemala. | REUTERS

La caída de Otto Pérez Molina, el presidente de Guatemala acusado de liderar una red de corrupción a gran escala, y su encarcelamiento fulminante, constituyen un terremoto político en este paraíso de dictaduras y gobiernos tutelados por militares donde nunca pasaba nada. Pérez Molina tuvo una vez prestigio, cuando en 1993 capturó al narco más buscado del mundo, El Chapo Guzmán -huido el pasado mes de julio por un túnel ad hoc cavado hasta su celda- y rechazó en el acto un suculento soborno de dos millones de dólares.

Tengo bien presente que, diez años antes,en 1983, una joven paisana fue detenida en Guatemala, en estado de sitio, acusada de terrorismo, sin pruebas; resultó ser sobrina de un militar canario que dirigía en España el Ejército de Tierra, el teniente general Ascanio Togores, y fue liberada en la tiranía de Ríos Montt, que fusilaba sin piedad.

Nada alteraba, hasta ahora, el statu quo de poder y prebendas de un régimen disfrazado de democrático desde los años 80. La figura de Pérez Molina -un exmilitar esquinado de verbo afable- se vino abajo como una estatua derribada por las masas en una ola de manifestaciones de repudio. Guatemala, al borde de un estallido social, vive bajo el síndrome del caso Rosenberg, que refleja la patología de un país pobre de solemnidad donde los gobiernos han robado siempre de manera impune.

El fenómeno me sorprende en este viaje cargado de imprevistos a un continente cuyo istmo me recuerda el paso por Tenerife, hace 40 años, del Nobel guatemalteco Miguel Ángel Asturias -autor de El señor Presidente, novela del dictador por excelencia en esta región-, que nos atendió como un paisano de toda la vida,y la aventura del navegante noruego Thor Heyerdahl, entre África y Centroamérica, que en su estancia tinerfeña me contaba pormenores de la ruta de pirámides entre ambos mundos a través del archipiélago. Un canario hizo historia en Guatemala y se convirtió en santo.

El general Otto Pérez Molina no es ningún santo. En Guatemala, los militares mandan desde tiempo inmemorial. Nadie se acuerda de Centroamérica, donde un presidente (Manuel Zelaya, Honduras) fue depuesto por un golpe de Estado y se atrincheró en una embajada como un vaquero con sombrero stetson y botas tejanas entonando un falsete de democracia. En este pasillo de estados satélite no se movía una piedra sin que lo autorizaran los Estados Unidos. Los sandinistas (Nicaragua) hicieron su revolución a la cubana y duraron lo que duraron. Aquí quitaron de un plumazo a un presidente, con los marines a por todas, y lo encarcelaron por narcotraficante: Cara de piña, Noriega, Panamá. Pero Pérez Molina es otra historia: acaban de encerrarlo los propios guatemaltecos acusado de corrupción generalizada. Mientras el Papa concluía su visita a Cuba y proseguía viaje a Estados Unidos hasta mañana, y en América, el barackcastro supone la revelación de la revolución -un recomienzo-, la escuálida, pobre y preterida Centroamérica desbarata los diagnósticos; también ella vive su primavera y es un atisbo de ejemplo: detrás de Otto Pérez Molina pueden caer otros. Los ottos. Me remito al caso Rosenberg para entender las claves patológicas de Guatemala, un país frenopático.

El abogado rico y prestigioso Rodrigo Rosenberg Marzano estaba decidido a matar a alguien, y lo hizo. Desde que eso pasó, en 2009, en Guatemala empezó a suceder algo, fruto de una locura, en la paranoia de una democracia fallida. La historia de este abogado formado en Cambridge y Harvard no es la de un asesino cualquiera. Ni es un personaje de ficción, aunque la suya sea la crónica perfecta de una muerte anunciada. El caso atrapa desde la primera pista.

UN VÍDEO DE 18 MINUTOS
Rosenberg se levantó una mañana con una idea fija en la cabeza. Y grabó un vídeo de despedida. “Buenas tardes, mi nombre es Rodrigo Rosenberg Marzano y, lamentablemente, si usted está en este momento oyendo y viendo este mensaje, es porque fui asesinado por el señor presidente Ávaro Colom”.

He visto dos veces el vídeo de 18 minutos que comienza de esta manera. Rosenberg mira todo el tiempo fijamente a la cámara, viste traje y corbata azul que hace juego con la tela de fondo, y no lee. Uno asiste estupefacto al thriller de un personaje real que interpreta el papel de su vida. En la alocución da todo lujo de detalles, nombres y apellidos de quienes le van a ejecutar, y en ningún momento se desmorona. “Todo el mundo espera que alguien haga algo”, dice en el monólogo tras llamar al presidente “asesino, cobarde”, y especula, incluso, con el beneficio de su inmolación: “Señores, ya llegó el momento, y lo último que hubiera querido en la vida es dar este mensaje, sabiendo que si lo están viendo es porque ya estoy muerto. Porque mis hijos no van a ser mejores por esto. Pero, ¿saben?, yo espero que Guatemala sí; yo espero que mi muerte sirva para empezar un nuevo camino, para que la gente se rebele”.

En Guatemala está al alcance de cualquiera matar a quien le caiga mal. Las maras y los grupos de narcos infestan las calles de violencia. Pero en este infierno son los sicarios, las bandas de asesinos a sueldo, los amos del bazar de la muerte.El abogado Rodrigo Rosemberg, del despacho RosembergMarzano-MarroquínPemueller& Asociados, era un “ciudadano honorable”, como dirá el fiscal español que investigue su muerte cuando Guatemala parecía un puzle imposible de completar.

Dos veces casado y divorciado, acababa de perder a su madre y la custodia de sus dos hijos menores (era padre de otros dos del primer matrimonio), y encadenó desgracias: también perdió trágicamente esos días a la mujer que amaba en secreto, la hija de un empresario cliente suyo. Se querían con locura. “Te amo, te amo, te amo”, le mensajeaba. “¡En Guatemala no hay justicia!”, explotó un día en su despacho, a viva voz.

Marjorie Mussa-una mujer casada, madre de dos hijos pequeños, que era la amante de Rosenberg, con la que pensaba casarse tras su segundo divorcio- y su padre Khalil, de 74 años, importador textil y cafetalero, sufrieron un atentado mortal a manos de sicarios que tirotearon su coche. Rosenberg se sentía culpable, él le había aconsejado que renunciara a los cargos propuestos por el presidente en las juntas directivas de un influyente banco y de la Asociación Nacional del Café (Ancafé). Rosenberg sospechaba de posibles casos de corrupción y aseguró que Khalil murió por no prestarse a encubrir negocios ilícitos de la primera dama. “Estoy desintegrándome, poco a poco muriéndome”, escribió en un correo electrónico, y compró dos nichos en un cementerio privado, uno para Marjorie y otro para él. Hizo testamento.

Rosenberg no dudaba de que los mismos que acabaron con los Mussa le habían puesto a él la cruz. En el vídeo, además del presidente, implicaba a su esposa, Sandra de Colom, y, con especial acrimonia, al secretario privado de la Presidencia, Gustavo Alejos, y a un socio de este, Gregorio Valdez. De Alejos contaba con ira que era el brazo ejecutor de las órdenes del presidente y de que le había conminado a dejar de esparcir sospechas contra el Gobierno por la muerte de los Mussa. Rosenberg creía firmemente que Colom había usado el buen nombre de Khalilpara sus manejos en el Banco de Desarrollo Rural -una cueva de ladrones- y que se lo quitó de en medio.

EN BICICLETA HACIA LA MUERTE
La mañana que no pudo más acudió a los hermanos Valdés Paiz, empresarios y primos de su primera esposa: les pidió ayuda para acabar con alguien que lo extorsionaba con amenazas de muerte. Los Valdés buscarían al sicario que pondría remedio.Rosenberg hizo que su chófer comprara dos teléfonos móviles; se quedó con uno, el otro era para el sicario, cuyo trabajo le costaría 40.000 dólares. En realidad, era una banda muy eficaz en un país que ese año sumó seis mil asesinatos (el 90% impunes). El abogado respiró tranquilo. Sin obstáculos, pensaba lanzarse a degüello contra el presidente con todo su arsenal acusatorio. Era un letrado con reputación de infalible, un enemigo incómodo. Y estaba enfurecido.

Lloraba a menudo. Cuando se desahogó ante la cámara, le quedaban tan solo dos días de vida. Entregó a un amigo una caja con 150 copias del vídeo casero para distribuirlo entre periodistas y todo Guatemala, en los círculos influyentes de opinión, si se confirmaban sus presagios.El estado de ánimo del abogado se había agriado con un dato más: las demandas de su segunda exesposa de una paga de 10.000 dólares mensuales a cambio de dejarle ver a sus hijos, lejos de su alcance, en México. Llegó a un punto de desolación tal que decidió irse del país, borrarse de Guatemala y trasladarse a Washington, donde denunciar su indefensión ante un organismo internacional. Dispuso el traspaso de su bufete de abogado. Almorzó con un sacerdote amigo y le reveló su calvario personal. El último fin de semana de vida retomó una vieja costumbre: daría un paseo en bicicleta.

Llegó el domingo 10 de mayo, y a las 7 de la mañana sonó el teléfono de los sicarios. Una voz les dio las instrucciones precisas del objetivo: el extorsionador “va vestido con ropa deportiva”, y añadió: “estará sentado en la acera escuchando música con casos”. El expolicía Lucas Josué Santiago López confesó después haber disparado cinco balas contra un hombre con pantalón corto y una gorra: tres a la cabeza, una al cuello y otra al tórax. Una víctima más del casi centenar de muertes por cada 100.000 habitantes sin esclarecer en la capital.

El siguiente capítulo estremeció a la sociedad guatemalteca: se cumplió la profecía de Rosenberg. Como él dijo, se produjo su muerte. La difusión del vídeo cayó como una bomba contra Álvaro Colom. “¡Presidente, asesino!” rugió la calle. El mismo día de la muerte de Rosenberg, Álvaro Colom pidió,acorralado, por la cadena pública de televisión que una comisión internacional de Naciones Unidas y el FBI probaran su inocencia.

El presidente escoltado por la policía. | REUTERS
El presidente escoltado por la policía. | REUTERS

El fiscal español Carlos Castresana, de la Comisión Internacional Contra la Impunidad en Guatemala (CICIG), de la ONU, fue el encargado de investigar el caso Rosemberg. Desenredar el ovillo le llevó más de medio año de pesquisas, con centenares de personas en diez países, miles de documentos y llamadas telefónicas e incontables horas con el puntero electrónico deshaciendo la maraña. Y llegó a una conclusión “estrambótica”, que refleja la paranoia del país: Rosemberg, de 48 años, planeó meticulosamente su propia muerte. Él era su propio extorsionador. Había grabado amenazas llamando a su domicilio con el móvil que se había guardado. La víctima del sicario de los cinco disparos era él. Hizo de blanco fácil: recorrió dos manzanas de la avenida de las Américas en bicicleta y se sentó en la acera, a las 8 de la mañana,a escuchar música clásica a todo volumen con auriculares, junto al monumento al papa Juan Pablo II.

Castresana lo definió como un hombre “desesperado”, pero “honorable”, que creía en su móvil justiciero. Depresivo y afectado por un trastorno bipolar, había concebido la hipótesis de desatar un golpe de Estado con la indignación popular por su muerte. Lo calculó todo. Pagó a sus sicarios post mórtem. Al día siguiente, se recibió en su despacho un cheque por el importe acordado, que su secretaria, siguiendo sus instrucciones, traspasó a uno de los Valdés. Este, asustado, lo rompió y pagó a los asesinos de su bolsillo, pero tanto él como su hermano fueron hallados culpables como autores intelectuales del esperpéntico crimen.

El presidente Colom pasó de verdugo a víctima ante la opinión pública, y compareció junto a su esposa y su secretario de la Presidencia henchido por la exoneración (más tarde, los tres acabaron como el rosario de la aurora, separados y bajo un cúmulo de sospechas de otra índole). Castresana pidió que se esclareciera la muerte de los Mussa.Tuvo acceso a las imágenes de cuatro cámaras de seguridad, que mostraban a Rosenberg en su paseo en bicicleta hacia la muerte el domingo víspera de su falso viaje a Estados Unidos.

GUATE ESTÁ DE LUTO
“No hubo conspiración. Rosenberg actuó solo. Pagó un precio de sangre”, concluyó el investigador, que sorteó todas las dificultades, sin fiarse de nadie.El ministro de la Gobernación trató en vano de sacar rédito político del confuso escándalo y manipuló pruebas y testigos para incriminar al opositor Otto Pérez Molina. Entonces, apareció en escena el hombre.

Cuando volé a América a comienzos de mes, ese nombre salía en toda la prensa española. Otto Pérez Molina era un jerarca empecinado en agarrarse al poder, a las puertas de las elecciones, temiendo por su propia libertad. Y cuando aterrizó el avión, doce horas más tarde, el presidente de Guatemala acababa de dimitir, forzado por los ciudadanos, que cada sábado se concentraban en la plaza, frente al Palacio Nacional, a pedirle a gritos que se fuera. La algarabía por su marcha y encarcelamiento,en tan solo 24 horas, se extendió a otros países donde la oposición pidió más guatemalas, más cicigs, la comisión internacional de juristas independientes. Y cundió el pánico entre los gobiernos autoritarios y corruptos. Por una vez se alteró el latiguillo: salir de Guatemala para meterse en Guatemejor.

Otto Pérez Molina salió indemne del caso Rosemberg, cuando él y Roxana Baldetti (al parecer, amantes), del Partido Patriota, eran la alternativa a Colom, que le ganó al exgeneral la presidencia en 2007. Molina se hizo,después, con el gobierno y nombró vicepresidenta a su fiel Baldetti, ambos ahora en prisión. “Hoy, como cada día, Guate está de luto”, escribió un columnista tras el caso Rosenberg. Guate hoy está de fiesta.

Guatemala es un país paupérrimo. “Me siento orgulloso, conmovido y emocionado”, editorializó José Rubén Zamora Marroquín, de elPeriódico (opositor) en su cuenta de Facebook (con más de 9.000 me gusta), cuando el Congreso retiró este mes la inmunidad al presidente dándole el tiro de gracia: no tardó en dimitir. En el mismo diario, la columnista Dina Fernández, se refirió a “la clica de ladrones y contrabandistas que operaba desde la Casa Presidencial”, comentarios que ya integran la antología de los desquites de esta sociedad, como hace el periodista y escritor Francisco Goldman en su radiografía de urgencia de los acontecimientos, donde alude al gobierno como una “organización criminal” en toda regla, con estrechas conexiones con un Ejército podrido tras la guerra de exterminio. En el avión en el que huyó a Panamá el exministro de Gobernación, los pasajeros le abuchearon a grito pelado para que se quedara en tierra. Se elige cada cuatro años a un “cleptodictador”, afirma el editor de elPeriodico, José Rubén Zamora, que en 2008 fue secuestrado, golpeado y abandonado en una cuneta. Su periódico estuvo a punto de cerrar, ante el vacío de los anunciantes, serviciales al aquelarre del Gobierno. Goldman, autor del libro titulado El arte del asesinato político, apunta a Otto Pérez Molina como una de las bestias en la sombra de la conspiración para matar al obispo Juan Gerardi en 1998, agredido mortalmente en el garaje de su casa parroquial, tras respaldar el informe de Recuperación de la Memoria Histórica sobre las atrocidades en la guerra civil cometidas por militares que pretendían autoamnistiarse.

Canoso, impecablemente vestido con camisas de marca y corbatas elegantes, Pérez Molina, un lobo con piel de cordero, que engaña con su tono de voz confidencial, se enrocó en el poder con el destino ya marcado. Fueron los diputados del Congreso (que no son unos angelitos) los que lo dejaron a los pies de los caballos con las cuentas embargadas con millones de quetzales de difícil justificación. La cámara, a punto de disolverse por las elecciones,lo despojó de la inmunidad por 132 votos a cero, fingiéndose digna en el lodazal.

[sws_grey_box box_size=”100″]El laberinto de Rosenberg y Amalia Bolaños
Miguel Ángel Asturias, el Nobel guatemalteco, era un escritor portentoso, de mirada exoftálmica, un hombre de maíz, alto y mestizo,corpulento, y septuagenario cuando pisó Tenerife para conocer la cuevita del hermano Pedro de Bethencourt, el santo canario de Guatemala, y nos habló, afectuoso, del sitio de América del que procedía como un maya irredento, su país desahuciado en el que había crecido la obra de aquel betlemita, héroe de pobres, al que él se aferraba como quien abraza la verdad ante la certeza de la muerte. Asturias murió a las pocas semanas, en junio de aquel año, 1974, en Madrid. Nos marcó (a Martín, a Zenaido y a mí, tres adolescentes periodistiqueando) la estancia en la isla con su esposa, Blanca Mora, del gran escritor que nos trataba sin mirarnos la edad. Víctima de las fobias viscerales de las dictaduras que denunció desde dentro y en el exilio, aún hoy, su país apenas celebró el 40º aniversario de su muerte. Asturias -como Stéphane Hessel o José Luis Sampedro- habría estado con los indignados de Guatemala que han empujado a Molina hasta verlo rodar por los suelos. Las historias que más me interesan de América son estas, las que quedan flotando en sus charcos intermareales. Por eso sigo el rastro del laberinto de Rosenberg desde hace más de cinco años con la misma curiosidad que la guerra del fútbol entre El Salvador y Honduras, en el 69, con varios miles de muertos. Aquel conflicto bélico legendario entre dos estados vecinos de este brazo de tierra, bajo el yugo militar, que se disputaban la supervivencia de sus economías (agrícolas) endebles en manos de grandes compañías latifundistas. Y fue el fútbol, los choques eliminatorios para jugar el Mundial de México 1970, la espoleta de un enfrentamiento armado de cuatro días, narrados como un testigo presencial por el inefable Ryszard Kapuscinski. Fueron partidos, de ida y vuelta y desempate, en los que los hinchas amargaban la noche al rival respectivo tirándoles huevos y ratas muertas por las ventanas rotas del hotel, y aporreaban bidones vacíos y láminas de hojalata para no dejarlos dormir. La plaza la ganó El Salvador. Pero el síndrome desquiciado de Centroamérica, y de buena partede este continente, está descrito en el caso Rosenberg. Como en este, hay un final hemingwayano en uno de los personajes reales de la guerra del fútbol: al término del primer partido, en que Honduras vence a El Salvador por un gol a cero en el último minuto, Amalia Bolaños, una joven salvadoreña de 18 años que lo vio por televisión, fue al escritorio de su padre y se disparó con su pistola en el corazón al no soportar el desenlace. En el entierro acompañaron a la heroína el presidente de la república y el gobierno, detrás del ataúd, junto al once derrotado en Tegucigalpa. Rosenberg planeó morir por amor. Joaquín el Chapo Guzmán, jefe del cártel de Sinaloa, que huyó en julio de la cárcel de máxima seguridad de México por un túnel abierto ex profeso hasta la bañera de su celda, había sido capturado un año antes al cometer el desliz de pasar la noche con su amante. Y Amalia Bolaños, en la flor de la vida, se fue de este mundo por amor a los colores de su selección nacional de fútbol. En cambio, confinado en su isla de Solentiname, el poeta sacerdote Ernesto Cardenal -al que conocí en Tenerife en una escapada del arresto domiciliario impuesto por Daniel Ortega- me habló del amor en la sagrada virtud de un nicaragüense censurado por la Iglesia -por Juan Pablo II ante Cardenal prosternado- y descreído de la falsa revolución sandinista, a la que sirvió de ministro. Ya casi nonagenario sobrevive en sus versos a una vida de reclusión en su paraíso: “Dios que me quiere como si yo fuera Dios”. Este nuevo papa no lo va a reprender, ni Centroamérica está esta vez de rodillas.[/sws_grey_box]

Desde que trascendieron las sospechas sobre él, la fiscalía y la CICIG (creada en 2007 al calor de Naciones Unidas, con juristas de prestigio, para limpiar la casa por dentro), pidieron su cabeza. La CICIG debe su fama al caso Rosenberg, en particular; de ahí que este episodio, a mi juicio, haya sido determinante en la historia reciente del país. Pérez Molina desoyó el tiberio de la calle que lo abroncaba desde la plaza, frente a su sede, y se movilizó contra él;incluso en los últimos días en que se desangraba su imagen pública invocó el apoyo de eventuales seguidores campesinos temerosos de su aureola y dio discursos descafeinados proclamando su inocencia, pero el gobierno ya se derretía en charcos de parafina. Pérez Molina se dio por vencido tras la pose del legislativo y las deserciones de sus huestes: ministros y embajadores, y hasta la leal patronal. Estaba solo. Entonces dimitió de noche el 2 de septiembre y el 3 durmió entre rejas.

El vicepresidente Maldonado asumió la jefatura interina del Gobierno y se abrieron las urnas sin pérdida de tiempo, cuya segunda vuelta se dirime a finales de octubre. Entre las 90.000 llamadas telefónicas interceptadas, destacan expresiones que aluden a Molina como “el dueño de la finca”. En otros tiempos, fue un exitoso director de la tenebrosa inteligencia militar, entre cuyos hitos destaca la citada detención, en junio de 1993, mediante un operativo de alto riesgo, del capo mexicano el Chapo Guzmán, que atravesó huyendo Guatemala rumbo a El Salvador. Molina le cerró el paso y lo entregó, atado de pies y manos, a las autoridades mexicanas, y en su haber figuraba un dato que lo revestía de un halo de honestidad: el Chapo le ofreció dos millones de dólares por hacer la vista gorda, y, según dijo, no se dejó tentar. Casi ocho años después, el Chapo se evadió de la cárcel disfrazado de mujer, con peluca, falda y tacones.

El de Otto Pérez Molina es un caso paradigmático. Los de su catadurale han visto las orejas al lobo, hacer la ruta del infierno: dejar el poder, comparecer ante un juez y acabar en la cárcel. Permanecerá en prisión preventiva hasta diciembre, cuando se determine si se le procesa. Es uno de esos rufianes políticos de América latina, que acaricia el poder con una mano y con la otra se llena los bolsillos, dejando a su paso un reguero de sangre. El exgeneral abandonó el Ejército para saquear las arcas públicas. Tiene cadáveres en el armario; no es trigo limpio. Los militares llenaron fosas de víctimas de su ofensiva de tierra arrasada contra la guerrilla hasta mediados de los 90. Se cifra en 150.000 el número de muertos de ese período negro. Molina se hizo temer más que querer. Hoy es un preso común que amenaza con destapar la olla.

La red de corrupción La Línea, por la que ha caído el tándem Molina-Baldetti, es una burda banda de comisionistas en las aduanas de Guatemala, donde los importadores veían reducidos los impuestos a cambio de pasar el sobre, un mefítico negocio de millones de dólares y decenas de funcionarios.
¿Por qué no se fugó este lince de la inteligencia militar entrenado para zafarse de emboscadas y peligros? Tuvo todos los avisos del mundo. Pero, como le dijo el Chapo cuando lo detuvo, él ahora repite: “No estoy derrotado”, y, sintiéndose dueño de una red clientelar bien engrasada que un día lo libre de la cárcel, prefirió quedarse a ser juzgado in absentia. Basta recordar el caso de Ríos Montt.

EL GENERAL QUE DETUVO A LA CANARIA
El general retirado que se creía puesto por Dios, Efraín Ríos Montt, es uno de mis favoritos en el bestiario de patriarcas militares de los otoños de este continente. Lo tengo en mi colección desde los años 80, en que, bajo su mandato, fue detenida una joven canaria, sobrina del general Ramón Ascanio Togores.Estaba en el poder tras un golpe de Estado de oficiales jóvenes, que en marzo del 82 lo llamaron a palacio para formar una junta militar, cuando el general de brigada gozaba de crédito por su pasado al frente de la Escuela Politécnica y del Estado Mayor General del Ejército y como candidato progresista en el 73. Pero esta vez era otro Ríos Montt, líder de una iglesia de corte evangelista -la Iglesia Pentecostal de la Palabra-, al que los golpistas quizá no conocían en esos detalles íntimos, y erróneamente pensaron que les ayudaría a acabar con la corrupción y los abusos de poder.

Mi inolvidable Ríos Montt no tardó en hacer de las suyas: disolvió la junta militar a las primeras de cambio, se erigió en jefe de Estado plenipotenciario y desafió a la guerrilla: o entregaban las armas a cambio de amnistía o iría a por ella y a por toda la izquierda subversiva prohibida desde los años 50. El simpar Ríos Monttenseñó el rejo, creó patrullas paramilitares, declaró el estado de sitio, y se lanzó a la batalla final.

“Usted papá, usted mamá”, era la frase recurrente de sus discursos dominicales, que Ríos Montt popularizó por radio y televisión y en los que reconvenía al pueblo por sus pecados, bajo la apariencia paternalista de un sermón pastoral dirigido a las familias. Colocó gente suya -de su facción religiosa- en puestos clave del círculo de poder, y ejerció como si el cargo se lo hubiera regalado Dios.

Los tribunales especiales del presidente divino, mediante los cuales ordenaba los fusilamientos, tenían una peculiaridad: su anonimato. Nadie supo nunca quiénes eran los jueces que los integraban. Era un hombre inflexible, un iluminado. El año que detuvo a la canaria, 1983, se le metió entre ceja y ceja fusilar a unos cuantos insurrectos, y no valieron ni las peticiones de clemencia del papa Juan Pablo II, que visitó el país cuando ya era tarde: les segó la vida en las vísperas. Hasta que los norteamericanos se hartaron, y otro de aquellos generales -su propio ministro de Defensa- le dio un golpe de Estado -marca de la casa- el 8 de agosto de ese año, exactamente seis meses después de dejar en libertad a la rehén canaria y a su acompañante, un ciudadano de los Estados Unidos.

María Magdalena Monteverde Ascanio había visitado Guatemala como turista, junto con el norteamericano Michael Glenn Ernest. Ambos fueron detenidos por presuntos terroristas, en pleno estado de sitio de Ríos Montt, acusados de provocar el incendio de una finca y de asesinar al capataz. El régimen aseguraba contar con pruebas que los vinculaban con un grupo guerrillero. Pero a Ríos Monttle salió el tiro por la culata en aquella ocasión. La chica, de 27 años, era nada menos que sobrina del jefe del Estado Mayor de Tierra del Ejército español, el teniente general canario Ascanio Togores, y su acompañante, de 26, era hijo del presidente de una compañía petrolera. Pudieron ser condenados a muerte en un contexto hostil: España había roto relaciones diplomáticas con Guatemala dos años antes. Nunca olvidaré el seguimiento que le hicimos al caso desde Radio Club Tenerife durante aquellos meses de 1983, entre el 11 de enero en que fueron apresados en San Lucas Tulimán, hasta que el 8 de febrero fueron liberados por el socorrido recurso de “falta de pruebas”. Ambos habían entrado en el país a finales de diciembre para pasar unas apacibles vacaciones a orilla del lago Atitlán, y por poco los fusilan.

Por eso se me quedó para siempre grabado el nombre de Ríos Montt, un personaje patético del que, a medida que más se le conoce, más alarma. Ríos Montt ha salido longevo, a sus 89 años (el segundo presidente de Guatemala que ha alcanzado más edad, detrás de Flores Avendaño, que murió a los 98), y hace dos fue condenado a 80 años de cárcel por genocidio. Fue un esperpento: a los pocos días, la sentencia sería revocada por la Corte de Constitucionalidad y en un nuevo proceso, hoy, con demencia irreversible, apenas se le podrá reprender su conducta con medidas correctivas sin cárcel. De ahí que Otto Pérez Molina haya podido sentirse animado, con estos precedentes, a “dar la cara”, lo primero que dijo.