por qué no me callo

En América no se jubilan los políticos

Hay una tendencia y una tentación latente en quienes se erigen en líderes en América Latina, por la que se resisten a pasar a la reserva, irse a su casa. Despuntan por algún motivo y concurren una vez a las elecciones, y ya son incapaces de llevar una vida privada, de alejarse de la manzana política. Ese síndrome es transnacional, recorre la serpiente del continente de cabo a rabo, como una pandemia. ¿Por qué razón el candidato equis llega a adulterar su biografía, se inventa hazañas que nunca existieron y se fabrica una imagen de trampantojo que perdura y se consolida? En Venezuela, esa era -y sigue siendo- una práctica ordinaria. La corrupción de los datos personales se suma a la corrupción general que contamina todas las capas de la nación, de abajo arriba, de arriba abajo. Carlos Andrés Pérez, del que se decía que “roba, pero deja robar”, alardeaba de su condición de autodidacta, pero en la semblanza oficial se dice que se graduó de bachiller en filosofía. Alejandro Toledo, en Perú, hizo creer siempre, con ambigüedades, que había estudiado en Harvard, hasta que la asociación de alumnos de esta universidad lo desmintió. El cholo de Harvard proclama que es profesor en universidades americanas y que imparte conferencias internacionales a tutiplén. Sería cuestión de extremar la vigilancia y seguirle los pasos como un perro sabueso. Pero cansa. En España también se adultera el currículum para ingresar en política con algunas medallas de más. El político, en América, es un estafermo, da y alcanza, y no se mueve. Su vocación no contempla la palabra retirada, ni el bochorno como causa de dimisión. En realidad, en América no se dimite. Lo acaba de hacer Otto Pérez Molina por indicios manifiestos de corrupción en Guatemala, y su caso disuade, aún más, al resto de colegas continentales, pues al día siguiente ya estaba en la cárcel, y el fulminante castigo ha inspirado la hipótesis de que América viva su propia primavera ética que deponga gobiernos y restituya una democracia limpia. Hago un inciso. Acaso no haya habido nunca semejante cosa por estas tierras en que ahora me encuentro. Pero el señor Otto ha fundado una suerte de suicidio político, que consiste en marcharse, ir a visitar al juez y acabar de narices preso, como su exvicepresidenta, Roxana Baldetti, copartícipe de su misma trama. Esa autoinmolación no ha sido de buen grado, sino precedida de manifestaciones multitudinarias y fuego a discreción en las redes sociales. La Comisión Internacional Contra la Impunidad en Guatemala (CICIG), el organismo depurador que ha barrido de un escobazo a la cúpula del Estado, ha irrumpido como la ?conciencia moral del país, y todos los indignados de América Latina quisieran tener un CICIG en casa para hacer lo mismo. Pero la corrupción, esa pasajera a bordo de toda carrera pública que se precie en un continente de alto índice de inmoralidad en las esferas del poder, no se deja agarrar así como así. Para eso tiene mil caras. Alan García es un ejemplo de manual. Dejó la mala fama de un gobierno cogido con las manos en la masa y no quebró su destino. Cuando llegó al poder a mediados de los 80 deslumbró al personal. Yo recuerdo que Alan hizo albergar la esperanza de ser un líder de América frente al gobierno en la sombra del Fondo Monetario Internacional; nos hizo creer a todos que tenía la receta: la economía peruana creció un 10%, como nunca había ocurrido en medio siglo, y todo iba miel sobre hojuelas, hasta que el milagro le explotó en la cara cuando se quedó sin recursos del Estado para gastar. Recuerdo que se decía que era un político valiente que pensaba nacionalizar la banca para darle por los besos al FMI y todas aquellas supercherías. Al final se fue con la corona de espinas de un político corrupto, el más corrupto de América según algunas encuestas, y dejó la alfombra puesta para que llegara Fujimori, un desconocido errante, a perfumar las elecciones y ganar con fragancias orientales el poder. Le ganó a Vargas Llosa, contra todo pronóstico, y le ganó al mal recuerdo de Alan García, ya muerto, haciéndolo bueno, porque no tardó en quitarse la careta y dar aquel autogolpe para cambiar la Constitución y seguir en el machito. Alan se levantó de la tumba. En América, el que no desespera gana. Y tuvo paciencia, hasta que dieciséis años después de su entierro, volvió a ser elegido presidente del mismo país. Todo muy democráticamente en las formas. Lo encontré gordo y esperpéntico de la mano de su hijito menor en las ceremonias oficiales, como si un gorila le diera la mano a un muñeco peluche. Al año de su victoria, hubo un terremoto, y prometió, sin despeinarse, levantar al país de las ruinas, cosa que no iba a cumplir. Todos lo sabían antes, durante y después de votarle. Alan es incorregiblemente querido como es. De nuevo se le fue el gobierno por el sumidero. Y ahora, cinco años más tarde, regresa a la escena, pletórico de fuerzas y kilos, no sin posibilidades de un tercer mandato: figura tercero en las encuestas, detrás de Keiko Fujimori -la hija que promete excarcelar al padre y nombrarlo asesor- y del exministro de Economía PPK (Pedro Pablo Kucczynski); por detrás va Toledo, que tampoco se arredra mal que le llamen corrupto. ¿Perú no aprende? América no aprende. Aquí los partidos son los candidatos. Las organizaciones políticas pueden ser tan volátiles como el APRA, ese histórico partido camino de ser centenario ?el más antiguo vigente en América-, que nació como una llama de centroizquierda para encender todo el continente contra el imperialismo. Alán lo ha hecho tan suyo que las cuatro letras de su nombre dicen más que las del acrónimo de su formación. El Apra es ALAN, sin él no existe. Lo veré de nuevo a orillas del río Rimac, subiendo los escalones ?con la dificultad del peso de los años y de la barriga- de la Casa Pizarro presidencial.