la punta del viento

Guarrerías

El sol, el mar, la tranquilidad… Disfrutaba de la soledad de aquel apartado rincón de la playa. Me tumbé en la toalla boca arriba y desconecté del mundo adormecido por el sol… Hasta que un berrido me hizo retornar bruscamente a la realidad veraniega. Abrí un ojo. Vi acercarse a una oronda señora que gritaba a un niño despelujado para que no se mojara los tenis nuevos en la orilla. La doña llevaba un bebé en brazos y aparte del travieso desobediente, adiviné otros cuatro vástagos más detrás, así como un bulto voluminoso que debía ser el progenitor, cargando con el parasol, las tumbona, la nevera portátil y no sé cuántos bártulos más. La horda siguió avanzando hacia mí, entre gritos que subían en intensidad según se acercaban. Temí perder la tranquilidad y mi pequeño paraíso de soledad. Efectivamente, los invasores instalaron su campamento justo a mi lado.

De inmediato empezó la tortura: la pelota de fútbol, las raquetas de tenis, los berridos inagotables de la señora, el habano del señor, más berridos, los llantos del bebé, la tortilla con chorizo, la fanta y el tinto de verano, otra vez la pelota; los juegos con la arena… y como broche de oro: el bebé que se hace caca y la mami le cambia el pañal en mis narices… No pude más… Me levanté y me fui a dar un chapuzón, de lo recaliente que ya estaba. De ahí fui directo al chiringuito, a por una cervecita antiestrés… Una hora después retorné a mi toalla abandonada, casi invadida por los “desenquietos” vecinos. Me senté a releer el periódico y al poco comprobé con indisimulada satisfacción que, aunque todavía quedaba un buen rato de sol, los alborotadores iniciaban la retirada; se marchaban. El don, tan redondo y bruto como su señora, se encargó solito de desmontar el campamento, mientras sus hijos no cesaban de saltar de un lado para otro como cabras salvajes. Su mujer le había enchufado la teta al menudo, al tiempo que preparaba unos bocatas para dar la merienda a la familia de camino al coche. Terminaron de recoger y emprendieron la marcha con la misma escandalera con la que llegaron. Me percaté entonces de un detalle: se habían dejado una bolsa olvidada en la arena. No pude reprimir mi espíritu cívico. Me levanté y fui hacia la bolsa. La cogí… y me cagué…literalmente… ¡Era un pañal usado del bebé!. No sé si fue mayor el asco o el cabreo… Notaba el fuego saliéndome por las orejas… Sin soltar aquel asqueroso pañal cagado corrí hacia los delincuentes. “¡Oiga, señora!”, le grité cuando al fin la alcancé. “Se le olvidó este paquetito”, le dije. Se volvió hacia mí, con cara de asombro. Sin darle tiempo a hablar le puse el pañal en la mano, me di media vuelta y regresé a la toalla satisfecho de mi venganza.