nombre y apellido

Manuel Millares

Hoy se cumplen cuarenta y tres años de su muerte; tenía cuarenta y y seis años y llevaba más de veinte en el oficio de pintor; su primera muestra individual la fechó en 1948 y, desde 1957, en Madrid y con la fundación y el protagonismo ideológico del grupo El Paso, se había convertido en uno de los grandes referentes del arte español que despertaba de la pesadilla de la Guerra Civil, se quitaba las legañas de la censura y con la complicidad providencial de un inteligente hombre del Régimen -Luis González Robles, titular y/o mandamás de la Dirección General de Cultura- se mostraba en Europa y en el mundo. Sus críticos sitúan y explican su poética y estilo formal en su encendida pasión por las muestras materiales de la cultura prehispánica de su tierra, descubierta en sus infantiles de la Historia General de Canarias, escrita por su bisabuelo Agustín Millares, nutrida en el seno de una familia de larga proyección cultural y alentada en sus estancias e investigaciones en el espléndido Museo Canario, depositario de la mayor riqueza arqueológica de islario atlántico. En sus mocedades, con sus hermanos poetas -Agustín y José María- y con sus amigos, Felo Monzón y Martín Chirino, entre otros, se empeñó en la renovación estética de su tierra, atenazada entre el academicismo y la recurrencia de ciertos movimientos de entreguerras ; para ello creó y sostuvo tertulias radicales y revistas de cultura -Racha, Viento y marea, y al fin, Planas de Poesía- de mucha ambición, medios mínimos y consumo reducido. Sus arpilleras, cañas y cuerdas, objetos salvados del vertedero bajo gruesas capas de pintura negra y roja, le valieron unas claves singulares de identificación que se proyectaron en el tiempo y perduran cuatro décadas más tarde. Protagonizó un triunfo precoz en la Edad de Plomo -autarquía y forzado alejamiento de las democracias burguesas- y hoy se recuerdan, tanto autor como obra, bajo el halo rebelde y juvenil con el que cambió la imagen de los museos españoles, sumidos en la nostalgia y la naftalina, y entró con fuerza y ruido en los centros de arte internacionales con señales de la fuerza étnica que inauguró Goya y el lenguaje escueto de la pobreza de los materiales. En ese estado y en la cresta de la ola le sorprendió una grave enfermedad y una muerte piadosa que no dio tiempo a la decrepitud ni a la flaqueza. Ahí la fascinación que, a tanta distancia temporal, despierta Manuel Millares Sall (1926-1972).