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Migraciones

Hace muchos años, los niños (hoy lo políticamente correcto sería añadir “y las niñas”) estudiaban -estudiábamos- un fenómeno histórico que nuestros libros y nuestros profesores denominaban “la invasión de los bárbaros”. Se trató del fenómeno migratorio más importante -decisivo- del mundo antiguo, un fenómeno por el cual los pueblos germánicos, empujados por los hunos y varios pueblos asiáticos, y buscando alimento, tierras y mejores condiciones de vida, fueron penetrando lentamente en las fronteras del Imperio Romano y estableciéndose en su territorio. El Imperio, debilitado y en decadencia, ya no estaba en condiciones de impedir esa invasión, mitad pacífica y mitad no pacífica, y los pueblos germánicos penetraron tan profundamente en Roma que dieron lugar a un mundo nuevo, un mundo mestizo que nosotros hemos heredado y que llamamos Europa. Por supuesto, el Imperio no sobrevivió a ese impacto poblacional y cultural, y, después de un par de cientos de años, sucumbió y nos dejó en herencia su cultura y ese nuevo mundo mestizo. Se entiende entonces que los libros y los profesores del centro y del norte de Europa denominaran -denominen- a la invasión de los bárbaros “la migración de los pueblos”.

La palabra “bárbaro” procede del griego clásico y designaba a los extranjeros no griegos, de los que solo el sofista Antifón se atrevió a negar que tuviesen una naturaleza diferente a la de los griegos. Es un término que implica una idea de superioridad cultural y existencial, y que está presente en los análisis del fenómeno migratorio -de la invasión- que estamos sufriendo los europeos en la actualidad, aunque no es políticamente correcto expresarla. Pero es una superioridad que los propios inmigrantes reconocen cuando abandonan sus tierras y buscan establecerse en las nuestras. Y es una superioridad que también está presente en las apelaciones a la solidaridad, y a facilitar y no impedir esta invasión. Esas apelaciones a la solidaridad suponen asimismo una renuncia a las competencias básicas y primarias de todo Estado, como son defender su territorio y sus fronteras; autorizar o no la entrada en él de extranjeros; rechazar a los extranjeros que no reúnan las condiciones legales exigidas para su entrada; y un largo etcétera que no se considera correcto aplicar. Incluso en el espacio especialmente protegido de la Unión Europea. De ahí la polémica sobre las llamadas “devoluciones en caliente” en Ceuta y Melilla, y las críticas que ha suscitado la posición del Gobierno húngaro, que ha construido una valla en su frontera sur y considera un delito penado con cárcel entrar ilegalmente en su territorio. Porque, de hecho, hasta el lenguaje políticamente correcto de nuestros días exige hablar de inmigración “irregular” y no de inmigración “ilegal y delictiva”, que es lo que, en la más pura realidad, es. Todo lo cual, en el fondo, supone una intensa mala conciencia de los europeos, que estamos persuadidos de ser culpables de lo que está sucediendo. El problema es que lo que está sucediendo nos perjudica gravemente y pone en riesgo nuestra propia existencia.

En efecto, las democracias contemporáneas se están suicidando por el sistema de llevar hasta el paroxismo más enloquecido sus propios valores y principios, y aplicarlos sin tasa ni medida, sin atender a aquella máxima orteguiana de las circunstancias. Cuando una democracia no entiende que es ella y sus circunstancias, se extingue. Cuando una democracia se olvida de sus propios orígenes sociales e históricos, y pretende exportarse, como ocurrió con Irak y ahora está ocurriendo con Afganistán y con los Estados árabes del norte de África, desde Egipto a Libia y Túnez, pone en grave riesgo su propia supervivencia. Ya sucedió en el pasado cuando los Estados Unidos destronaron al Sha del Irán y permitieron -y facilitaron- el establecimiento de la aberrante dictadura teocrática iraní. Las democracias se están olvidando de sus propios orígenes sociales e históricos, y de que pudieron nacer gracias a la afortunada confluencia de factores sociales, culturales, económicos y políticos, que fueron producto de específicos desarrollos históricos de las sociedades occidentales y que no se pueden exportar ni mucho menos crear de la nada. La democracia no es exportable. En el origen de la democracia de los antiguos y en el origen de nuestras democracias contemporáneas se dieron unas afortunadas confluencias de circunstancias que permitieron la democracia. Y que no existen fuera del ámbito de las propias democracias. Nos hemos olvidados de todo esto; nos hemos olvidado de nuestros propios orígenes y nos hemos persuadido de que la democracia es una especie de protocolo o prontuario de buenas prácticas que se pueden aplicar en cualquier sitio.

Un conjunto de recetas que normalmente se limitan a organizar a trancas y barrancas unas elecciones más o menos presentables, y permitir que concurran unos grupos que no representan a nada ni a nadie o, lo que es peor, que representan a los sectores más antidemocráticos y enemigos de nuestro mundo occidental. Al final, lo que conseguimos es entregar el poder a unas gentes que no solamente no tienen nada que ver con la democracia, sino que su objetivo principal es destruirla y destruir nuestras sociedades. Y lo van a conseguir, igual que los germanos consiguieron destruir -y suceder- al Imperio Romano.