por qué no me callo

El balcón de la radio

Si la patria es el idioma, como nos dice en Lima Ramón Trujillo Carreño, bienvenido sea este 12 de octubre, que -visto desde ese ángulo- sería el día de la lengua global, de la gran nación hispanohablante del mundo, del español y sus hijuelas, dialectos como el que usamos dos millones -de quinientos-. Hasta no hace mucho aquí se agachaba la cabeza delante de un micrófono con rubor por no pronunziar como los de Madriz. A los locutores periféricos de las emisoras nacionales, reprogramados bajo ese diktat del español con z, los indultaron cuando, avanzada la democracia, alguien derribó aquel muro fonético que nos dividía en hispanohablantes de Madrid y de Canarias, de primera y de segunda, como le pasaba a la vasta Andalucía con sus ocho millones largos de po(ha)bladores. Un estigma de nacimiento, se nacía con ella o sin ella, la aristocrática z, y en las familias con padres o abuelos peninsulares, a menudo los hijos cultivaban el acento de la meseta, que mamaban en la cuna, y eso les daba cierto ringorrango. Pero era el residuo de un complejo infundado, porque la inmensa mayoría de los hispanohablantes sesean como nosotros, pese a los esfuerzos de la colonización americana por introducir en la conversación la última letra del alfabeto, que ya un censor latino quiso cargarse varios siglos antes de Cristo. Desconocíamos que hablar con s o con z le es indiferente a la norma culta del idioma. Temíamos ser señalados por no hacerlo en la radio, se disimulaba mal que bien. Matías Prats padre reveló su truco: para ganarse la vida ante el micrófono, a partir de los años 50, sin sufrir discriminación por un hándicap que casi le cuesta la oposición en RNE, el cordobés inventó pronunciar la f cuando tocaba una z, y gracias a ese ardid escapó. En Viva la radio, que empieza a emitir hoy por Canal 4, la gracia está en otra letra esquiva, la v, que es fácil de representar haciendo el signo de victoria con los dedos índice y corazón; un fonema jubilado del habla desde hace más de dos siglos que pocos hispanohablantes diferencian coloquialmente de la b -ahí el caso de José Segura, inconmensurable pronunciando la v labiodental de la sigla BBVA-.

El seseo y el betacismo nos caracteriza, y a mucha honra. La ortografía un día jubilará por innecesarios, como pedía García Márquez, los grafemas que le sobran en la sopa y fundirá “la b de burro y la de v de vaca”. Mi padre que, acaba de cumplir 89 años -pidió una cerveza y repitió la porción de tarta- recibió de regalo un transistor. La radio es la aliada de la lengua, poblada de anacolutos. Cuenta siempre Juan Cruz que aprendió a escribir escuchando la radio en su niñez de apneas del Puerto de la Cruz. El medio tiene su sintaxis y, como digo, sus simpáticas incoherencias una vez en al aire; es un vivero de metáforas, como demostraba Fermín Bocos en los informativos de los ochenta. Mi afición-adicción al medio me llevó a la poesía directamente, y por eso mandé un poema a la revista de la Ballena Alegre, lo primero que publiqué antes de que me dejaran salir solo a la calle. Casi nadie la radio para tirar de la hebra de la palabra. Genoveva del Castillo -mi musa de adolescente- pidió un día a los oyentes que le enviaran poemas, porque le gustaba recitar -como Paco Álvarez Galván, que era un rapsoda consumado-. Y yo le escribí aquel poemita, que me leyó en las ondas. (Escrito en el aire fue el nombre de un programa de RNE, como El diario del aire tituló Miguel Ángel Asturias su revista radiofónica en Guatemala.) Una tarde me invitó a visitarla, y fue la primera vez que pisé un estudio de radio. La emisora estaba cerca de la librería de mi tío Paco -La Prensa- y del periódico que cofundó su padre, Francisco Martínez Viera -La Tarde-. A dos pasos. En Suárez Guerra, número 43.

Cogí esa vereda y fui a su programa -¿Burbujas?- y las piernas me temblaban al entrar en un cuarto en penumbra donde ella hablaba cada tarde. En el mismo estudio, una década después, presenté con Martín, Miguel González, Miguel Rodríguez y Teresa Alfonso informativos y espacios musicales. Al lado estaba el otro estudio, más espacioso, con el piano legendario que hizo celebre el maestro Juan Estany Rius. La primera Radio Club de todos los tiempos se hacía con público, sobre el escenario, que era como le gustaba hacer radio a Bobby Deglané, aquel chileno campeador que acuñó la radio-espectáculo en la España de mediados de siglo. Paco Padrón hizo -e izó- la eterna fórmula remozada y revolucionó el medio como si lo exorcizara llevando la radio físicamente a la calle. En los orígenes, Ramón Gómez de la Serna entrevistaba micrófono en mano a loteros, baratilleros y vendedores ambulantes con el sonido ambiente de la Puerta del Sol, como hace Calero con sus personajes en la azotea de su cabeza. Transmitíamos debates, partidos y carnavales, dábamos flashes informativos y lanzábamos flores al mar contra los cementerios radiactivos marinos. Contábamos la vida en vivo y en directo, y en ocasiones hacíamos inocentadas inauditas inspiradas en la estela del maestro Orson Welles, que hace 77 años dramatizó La guerra de los mundos, de H.G.Wells. Lucas Fernández es de esa pasta. La radio ha atravesado a ritmo de vértigo la llegada de la democracia y la libertad de expresión hasta hoy: hemos recorrido, entre el 20 N de 1975 y el próximo mes, cuarenta años sin Franco y con la radio, que ha sido fedataria y protagonista de una convulsión social (como acredita la noche de los transistores, del golpe del 23-F). Todo este tiempo cerca de un micrófono nos dio una educación. La radio es una escuela (para locutores y oyentes), como decía en Radio Juventud José Agustín Gómez. Nunca olvido la voz que me invitó a pasar, la de Genoveva, que encarnaba a Seña Pepa en el dueto de coplas típicas con Cho Venancio (Arturo Navarro Grau), y aquel programa que me llevó de la mano al mundo de las letras, a las palabras, al idioma, la Ballena alegre, cuando escuchaba la radio en el balcón de mi casa en el barrio de San Sebastián. Vuelvo este lunes al balcón de la infancia. Viva la radio. .