chasogo

Tschaikowsky – Por Luis Espinosa García

La luna comenzó a salir tras las montañas, oronda y satisfecha ella. Los plateados rayos de su luz vagaron dudosos por el espacio antes de fijar su rumbo en dirección a las casitas que se acomodaban a lo largo de la ladera formando una pequeña aldea. Por los cristales de un ventanuco uno de ellos penetró inseguro. Contempló el ambiente y, al fijarse en el cristal que reflejaba su luminosidad y que, al tiempo, cubría una pequeña mesa, dejo caer una especie de gota de su propio fluido en él. La gota se transformó en una diminuta pavesa de fuego que bailó, resbaló, se deslizó sobre la fría superficie realizando giros y patinando un buen rato hasta que escribió, ¿su nombre?, en la transparente lámina que cubría la mesita. A esta figurilla pronto se añadieron otras que convirtieron el baile en un ballet de delicados movimientos. La danza se fue apagando al continuar elevándose la luna y desaparecer, de la casita, el efecto de los primeros rayos de su luz. Otro rayo lunar, obviando el espectáculo y queriendo curiosear, igualmente, en el interior de la vivienda, iluminó un calendario. Quedó enmarcada una palabra: “febrero”. Cansado pronto del almanaque, saltó hacía un viejo gramófono que, lleno de polvo y vacío, ocupaba una estantería. Al influjo de la luz, el antiguo aparato inició una serie de giros y se oyó, en el silencio, la tenue melodía de un músico genial. Un niño morenito y gordo (no siempre van a ser niños rubitos y angelicales, caramba) que descansaba en su cuna, sonrío y soñó. Soñó que viajaba en un trineo por una estepa blanca, de blanca nieve, claro. El vehículo, tirado por caballos, no emitía sonido alguno. Solo se oía la música y el niño, además, notaba dentro de su corazón un calorcito extraño pero agradable que le aislaba del supuesto frío exterior.
Mucho duró el viaje, pues cuando el niño abrió por fin los ojos la música había concluido y la luna dejaba paso a su esposo, el ardiente sol, que también despedía rayos de luz aunque no traían consigo música escondida en sus fuegos.

El niño, sin embargo, continuó soñando despierto, con planicies albas, con abedules y álamos, con callados caballos que trotaban sin provocar ruidos, con horizontes tan lejanos que nunca alcanzaría pero le era suficiente sentir aquella gozosa sensación de alegría dentro de sí.
Silencio. El niño descansa feliz.