AHORA EN SERIO

La guerra. El miedo

Cuando mi abuela escuchaba la palabra guerra siempre entristecía de inmediato, no importaba el lugar del mundo en el que ésta sucediera. Ella recalcaba, no con cierta tristeza, que había nacido en el año de La Guerra de Europa o La Guerra del Hambre.

Como si todas las guerras no lo fueran. Lo decía abriendo y levantando mucho las manos. Quería que yo entendiera, de ese modo, con esa solemnidad y esas mayúsculas implícitas en su gesto, lo inmenso de la desgracia de unos países y otros matándose entre sí.

Después vino, para ella, para todos, la Guerra Civil, que vivió “sin entender de política” en el bando perdedor. El padre detenido. El tío desaparecido en el Muellito del Carbón. Su hija raptada a los 4 años, a la que volvió a ver ya de adolescente. Cómo le requisaron a mi abuelo seis de sus ocho coches. Cómo tuvo que vender uno para comprar penicilina de estraperlo porque una de sus hijas contrajo la vergonzante tisis.

La guerra para mi abuela era el horror de lo que no se debía nunca repetir. El trabajo en uno, dos, tres sitios al tiempo para mantener hijos, sobrinos, allegados. El cansancio, la extenuación y la tristeza cuando llegaba la Navidad y siempre faltaba alguien a la mesa.

Cuando me cuidaba de chica y en las tardes me pedía que le leyera Boris, el libro tremendo de mi infancia en el que Jap Teer Haar narraba los horrores del sitio de Leningrado en la Segunda Guerra Mundial a través de los ojos de un niño, no podía nunca reprimir las lágrimas.

Llegábamos al capítulo de la pesadilla en la que el camión del padre de Boris se hundía al romperse el hielo en el agua oscura del lago Ladoga, al episodio de la muerte de la pequeña Nadia y ahí estaba mi abuela, anegada en llanto diciendo: “Mi niña, es que una guerra es una cosa muy mala. Muy mala”. Sin embargo, ella no tenía miedo. No podía tenerlo porque ¿qué más podría pasarle que no hubiera vivido ya?

La existencia de mi abuela, qué cosas, fue todo lo contrario a la mía, que he nacido en un año anodino y he crecido feliz y desocupada, sin saber lo que es la guerra, sin que el hambre me rozara ni de lejos, ni formara parte, siquiera, de mi universo.

Por eso, estos días, tras los atentados de Francia y lo que ha venido después, el bombardeo a Siria, el atentado de Mali, todas las cosas terribles, digo, que han venido después, he pensado mucho en el miedo. En el miedo como forma de vida, incluso de protección frente a la maldad del mundo. El miedo como pan de cada día en algunos lugares de la tierra. Tan cotidiano y natural como respirar.

Pero también como elemento de control, como herramienta de manipulación, como arma arrojadiza.

Estos días he visto al Gobierno de este país sacar su cara mas solemne; escenificar, con ternos oscuros y caras serias, con corbatas lúgubres, ese doble mensaje de “no pasa nada porque estamos nosotros, pero puede pasar” y he concluido que no. Que yo no tengo miedo. Otras cosas sí tengo: ilusión por lo que vendrá, ganas de que todo mejore, sueños que querría ver cumplidos, a ser posible en esta vida y en esta tierra.

Pero no miedo, no. Hagan lo que crean que es mejor para ustedes. Es su problema. Usen la semiótica, la dialéctica, la retórica, la publicidad. Cuenten su historia, vaya. La suya.
Pero no cuenten con mi miedo.

@anamartincoello