por qué no me callo

Javier Pérez, a los 70 años

Cuenta el psicólogo Daniel Kahneman (el primer no economista distinguido con el premio Nobel de Economía, en 2002) en su libro Pensar rápido, pensar despacio, que una vez el jefe de inversiones de una gran empresa financiera le confesó sin arrepentimiento que había cometido una osadía: había invertido decenas de millones de dólares en acciones de la Ford por pura intuición, sin hacer averiguaciones de mercado. Había quedado impresionado visitando una exposición de automóviles y no lo dudó. Ese instinto -que técnicamente, Kahneman denomina “heulística afectiva”- es la emoción de las grandes decisiones que practicaba como nadie Javier Pérez, el presidente del CD Tenerife de los años de gloria, en la década de los 90. El homenaje que esta semana le rinde el club que preside Miguel Concepción es una deuda colectiva que al fin se salda. Era de justicia. Pérez -resulta aún admirable su optimismo visionario- dijo e hizo lo que soñó cada vez que lo soñó y sin venir a cuento medir los sueños que soñaba. Dijo ¡Europa! en el estadio, al presentar una temporada, y dicho y hecho: el Tenerife jugó en dos ediciones de la UEFA, con opción de título. Me dijo -como tantas veces he recordado- en la barra del Viva María que haría grande al equipo que empezaba a presidir entonces
-era 1986 y no había manera de creerle, nadando el club en deudas y descrédito-, y lo llevó a cabo. Lo hizo grande. Desde abajo. Porque Javier Pérez nunca se subía a caballo ganador, era un “echadopalante”, “el hombre que solo sabía pensar en grande”, como escribió Jorge Valdano. A Valdano lo fichó con el golpe de intuición más célebre de la historia del fútbol español: ahogado, camino del descenso en Primera, a falta de ocho partidos -cuatro de ellos con el Valencia, el Barcelona, el Sevilla y el Madrid-, movido por un exceso de confianza que le hacía levitar. Valdano no había entrenado nunca a un equipo adulto y se convirtió, de golpe y porrazo, por su éxito apoteósico en la isla, en el mejor entrenador del país. El Madrid se lo llevó en cuanto pudo, una inercia que iba a repetir a menudo con jugadores y técnicos que triunfaban en el Tenerife. Pero aquella vez, en la barra de la zumería, Javier Pérez era un completo desconocido, un soñador feliz e indocumentado. Dice Josefina Castañeda, su viuda, en un libro editado por Burgado hace diez años (Javier Pérez, el hombre que quiso tocar el cielo, con fotos de Santiago Ferrero), que su marido tenía una sonrisa pícara que desarmaba. Seguramente, no debí de parecerle muy convencido de su profecía, y me miró con la sonrisa hechicera. Terminaba llevándote al huerto. Como me dijo José Antonio Pérez, al que sedujo para que dejara todo y se fuera con él al club no una, sino dos veces. Como me dijo Valdano, que recibió la oferta cuando estaba de comentarista de la SER en Turín. Como dijo siempre Fernando Redondo, que quedaba libre en Argentinos Juniors y Xuáncar se enteró en Buenos Aires y llamó a Santiago Llorente, y Javier Pérez le ganó la mano a la Sampdoria. Como Pizzi, como Felipe Miñambres, como Chemo, como Juanele, como Dertycia, como Agustín…, como Rommel, el pequeño dios panameño de la hinchada blanquiazul. En 2016 se cumplirán aniversarios de Javier Pérez: en marzo, 70 años de su nacimiento en La Palma, y en junio, 30 de su llegada a la presidencia del club. ¿Era imaginable que aquel club marginal de los años 80, que vegetaba en Segunda B, pudiera convertirse al poco tiempo -poco más de un lustro- en uno de los cinco primeros equipos de la mejor liga del mundo? No. Javier Pérez era el único que lo tenía metabolizado, como el zumo que se tomó delante de mí cuando parecía haber perdido el juicio. Javier Pérez tenía en la mirada una luz. Era un ilusionista. Gastaba un estilo desafiante que le reportó algunos disgustos. Es decir, era inasequible al desaliento, al conformismo, a las medias tintas, al miedo. Se crecía en la adversidad. Llamaba “comemierdas” a los árbitros que hostigaban al Tenerife. No le disgustaba ser la bestia negra del Madrid tras las dos ligas que -ruindades del azar- perdió en la isla en el último partido de las dos temporadas consecutivas, con Valdano en el banquillo insular (arrostrando estoicamente su destino blanco en aquella tregua por imperativo blanquiazul). Cruyff salió derrotado del Rodríguez López y le pregunté si daba la liga por perdida. “En el fútbol nunca se sabe”, me contestó. Se la regaló el Tenerife esa vez y la siguiente. Floro y Beenhakker sufrieron lo que se llamó la maldición del Tenerife. El desprecio de la prensa deportiva rascada de Madrid. Perdí algún amigo temporalmente en esas fechas por la humillación que el equipo de mi isla infligió al poderoso Madrid de Ramón Mendoza. Aquel Tenerife daba que hablar dentro y fuera. A Henry Kissinger, exsecretario de Estado de EE.UU., la palabra Tenerife le era familiar. “¿Ahí juega Redondo, verdad?”, le preguntó a José Carlos Francisco. El Tenerife de Javier Pérez, como el Cienciano peruano de Freddy Ternero -el mítico técnico ahora fallecido- se hizo grande desde la modestia ultraperiférica de una isla que llevaba tres décadas fuera de Primera hasta aquella bravuconada inteligente del ginecólogo que conocí una tarde en el Viva María sin saber que esa es la gracia de la suerte: alguien que pasa, entre un millón, por la puerta del lotero y compra el número que va a salir. Nadie le creerá hasta que la suerte le toca. Y es un elegido.