De puntillas

Ojo por ojo – Por Juan Carlos Acosta

Es difícil reflexionar en estos momentos de tanta zozobra porque es como si un terremoto se hubiera adueñado de nuestras vidas. Las imágenes y los titulares se multiplican por doquier y las redes sociales vomitan consignas, improperios y una sensación generalizada de desorientación, posiblemente porque no sabemos a ciencia cierta a quién o a quiénes culpar de lo que está ocurriendo. Si es verdad que la violencia engendra violencia, debemos irnos acostumbrando a que medio mundo está en guerra contra otro medio mundo, uno de ellos tenebroso y escurridizo, aunque la indignación salte desde cualquier rincón, desde cada rostro o pronunciamiento. No, no es fácil evadirse de una secuencia maldita que parece arrastrarlo todo y que, como en los movimientos sísmicos de gran intensidad, no se detiene, sino que se remeda a sí misma hasta que milagrosamente, tras las columnas de polvo, se hace el bendito silencio.

Ese silencio aún no ha llegado. El tremor viene produciéndose desde hace mucho tiempo por circunstancias que, es de suponer, tienen que ver con el orden que hoy impera en el mundo. Y cabe preguntarse mil veces si esto se podría haber evitado de haberse elevado una conciencia sobre la asimetría terrenal de nuestros días, que algunos no han sabido interpretar y han calificado como el mal, a secas, ese estigma con el que, al parecer, nacen algunos seres humanos por designación divina, como un castigo a las vanidades o al pecado original de una sola parte del planeta.

Es así, necesitamos culpar a alguien de nuestras desgracias para soportar mejor el miedo y la incertidumbre. Es un instinto natural y, como tal, no se puede reprimir salvo por la vía de la inteligencia y la serenidad, no tanto para calmarnos como para no seguir agrandando este agujero que amenaza con engullirnos como insectos.

Pero esa calma no es la que parece ahora estar sobre la mesa de los ejércitos, mandados por los hombres de estado, porque las reacciones no han tardado en brotar hacia el lado más fácil, el ojo por ojo y el diente por diente, que es precisamente lo que practica la otra parte del tablero, esos guerreros siniestros del pasado que hablan de venganza y de golpear al enemigo donde más le duele, en el corazón de sus ciudades. La respuesta del desarrollo ha sido, sin embargo, continuar matando moscas con bombas.

No, no es esa la vía de la reflexión, a mi parecer, porque el dolor solo generará más dolor irremisiblemente, cuando parece que es imposible retomar unas riendas que se tuvieron entre las manos porque no se supo, o no se quiso, contar hasta diez, y hasta cien, si es preciso, y retener un pensamiento lúcido para identificar las causas de tanta locura.

El escenario dantesco actual viene elevándose desde las profundidades de la pobreza y entre los desheredados hasta convertirse en un clamor, ya no solo desde esos desiertos inhóspitos o esas conurbaciones ingentes de la miseria, precisamente cuando la tecnología llega a cualquier pararrayos en medio de un descampado, sino desde las bases de nuestras propias sociedades. Esta razón que mueve montañas es un grito también de la injusticia y la sordidez hacia los que pasean la soberbia de haber nacido en paraísos de cristal, neón y oro.