apuntes de patafísica

Debates

Lo mejor de los debates electorales a dos es que te ahorran muchas dudas. No has de volverte loco formándote una opinión porque las cosas están claras desde el principio, incluso antes de celebrarse el cara a cara televisado, y todo se reduce a dos opciones: sí o no, blanco o negro, bueno o malo… Y si pese a todo eres de esas personas que cada mañana miran por la ventana y tardan 10 minutos en decidir si coger la chaqueta o ir en manga corta, también lo tienes fácil. Basta que seas paciente y aguardes a que acaben esos monólogos en compañía para que aparezca en la misma pantalla una gente que, a diferencia de ti, está convencida de cómo ha ido la cosa. Curiosamente, estos expertos también suelen simplificarlo todo, victoria o derrota, y no es extraño que entonces compruebes que tú has observado algo muy diferente de lo que con tanta eficacia están diseccionando. Pero no te preocupes, ya sabes: eres una duda andante y ellos están encantados de ayudarte a que la luz de la verdad al fin te alumbre. Porque lo que has visto en la tele básicamente es a un señor muy educado al que interrumpen cada vez que intenta que los dos contrincantes no se interrumpan. Has observado al líder socialista muy enfadado poniendo sobre la mesa los numerosos casos de corrupción y capitalismo de amiguetes que, según denuncia, caracterizan los últimos cuatro años del Gobierno español, con la connivencia de quien tiene enfrente en ese momento. Esa persona, el presidente, pone caras y parece que está pensando algo así como “¡ay, lo que me ha dicho!”, para luego -o antes o durante, ya no te acuerdas- exponer que el Gobierno que dirige es el que ha logrado sacar al país de la situación comatosa en la que se hallaba por culpa del Ejecutivo anterior, a la sazón conformado por el partido que ahora lidera quien le está reprochando tantas cosas.

Lo malo de los debates electorales entre quienes gobiernan España desde hace más de 30 años es que ya nada te sorprende, tu entusiasmo está bajo mínimos y, lo que es peor, te vas a la cama con la extraña sensación de que alguien quiere volver a tomarle el pelo a alguien durante, al menos, los próximos cuatro años.