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Encuestas, mentiras y fantasías

Las encuestas preelectorales tienen el valor que tienen, porque forman parte de la propia campaña electoral y de las operaciones de marketing político de los distintos partidos. Estas encuestas constituyen uno de los casos en los que la observación no solo modifica lo observado, sino que, en realidad, pretende modificarlo y hacer coincidir la realidad con los propios deseos. Según sea el cliente que las encarga, fuerzas políticas o medios de comunicación con líneas electorales claramente partidistas, las encuestas favorecen milagrosamente los intereses y las expectativas del cliente y difieren significativamente de otras encuestas realizadas en la misma época, pero encargadas por un cliente distinto. Sin embargo, a pesar de todo ello, sabiendo eliminar ese ruido, esos sesgos y esas operaciones de imagen que las encuestas contienen, podemos descubrir tendencias electorales reales, y, extrapolando y mezclando comparativamente los resultados de unas y de otras, llegar a algo muy parecido a la verdad. Si bien también hemos de aceptar que existen casos en que los resultados electorales habidos han supuesto un auténtico fiasco para los encuestadores y los analistas: no siempre los electores revelan sus preferencias o deciden su voto con la antelación que las encuestas demandan.
Los especialistas nos advierten que las elecciones se pueden clasificar en elecciones de cambio o de continuidad según los electores perciban una cosa o la otra. En ese sentido, es evidente que las elecciones del próximo 20 de diciembre son percibidas como unas elecciones que no solo van a ser de cambio, sino de un cambio profundo que romperá el bipartidismo presente entre nosotros desde la Transición y hasta la forma de hacer política. Y eso, al menos, significa dos cosas: que la participación electoral aumentará, incluso sustantivamente, y que un porcentaje estimable de electores está dudando sobre el sentido de su voto en torno a un par de opciones, y lo decidirá en los últimos días.

Llevamos en campaña electoral mucho antes de que haya comenzado formalmente. Y, debido a las características del cambio que se anuncia, se trata de una campaña que ha sufrido un proceso de trivialización populista muy intenso. Ya en el pasado los medios encumbraron artificialmente a Pablo Iglesias y su gente. Y ese populismo trivial que se ha instalado en nuestra política hace ahora que los candidatos peregrinen por los más estrafalarios, frívolos y banales programas de televisión. Y los vemos cantar, bailar, viajar en globo aerostático, conducir en pruebas de automovilismo y otras gansadas semejantes. Los medios han trivializado la campaña hasta extremos intolerables: el medio es el mensaje y el Programa electoral, que nadie ha leído en su versión completa, más allá de los panfletos al uso, es casi lo de menos. Por su parte, Mariano Rajoy está intentando mantenerse al margen de este circo parapetado detrás de su vicepresidenta, y ha anunciado que solo aceptará debatir a dos con Pedro Sánchez, al que considera el jefe de la oposición. Está por ver cuánto le perjudica ese ocultamiento y ese no reconocimiento del fin del bipartidismo, que puede ser mucho. Ciudadanos y Podemos no están ahora en el Parlamento, pero Rajoy no podrá evitar que lo estén en breve en cantidad más que apreciable. Y haría bien en empezar a aceptarlo y actuar en consecuencia.

El Partido Popular, víctima de su crisis de liderazgo, de sus incumplimientos de Programa, de sus impuestos y de sus corrupciones, no deja de retroceder, ha abandonado la zona de los 130 escaños y se mueve alrededor de los 115. Una victoria pírrica que supone una derrota estrepitosa, que le hace perder la tercera parte de sus escaños y varios millones de votos. En un partido serio eso significaría la dimisión de Rajoy y una renovación en profundidad de Programa y de personas. Hemos de reconocer que esta derrota es profundamente injusta, porque los populares han desarrollado una gestión económica muy acertada, y han logrado sacar a este país de la crisis y del fantasma del rescate, pero así es la política. Han decepcionado e irritado a propios y extraños (esos diez diputados laminados de la listas electorales por haberse mostrados críticos con el incumplimiento de la promesa electoral de revisión del aborto), y esas cosas se pagan en las urnas. Al Partido Popular le siguen Ciudadanos y el PSOE. Los socialistas abandonan la centena de escaños y permanecen en unos 80, mientras Ciudadanos alcanza esa cifra sin dejar de aumentar sus apoyos desde los 40. Alguna encuesta convierte al PSOE en tercera fuerza por debajo de Ciudadanos. Si ese resultado -su peor resultado histórico- se confirmase, debería implicar la dimisión de Pedro Sánchez y un Congreso que reestructurase el partido y lo volviese a la senda socialdemócrata, perdida desde los infaustos tiempos de Rodríguez Zapatero. Susana Díaz y Carme Chacón esperan. A su vez, Podemos retrocede hasta los 30-40 escaños.

Estas previsiones seguramente variarán en las próximas semanas. Lo que no variará es la catarata de promesas, derogaciones, rebajas de impuestos, salarios mínimos y demás mentiras y fantasías electorales con las que nos bombardean estos días. Nunca se cumplirán, y algunas, si llegaran a cumplirse, nos sumirían en la ruina y la depresión.