BIENMESABE

Una nueva odisea del espacio

En 1968 Stanley Kubrick rubricó con su firma una de las películas más hermosas e intrigantes que haya visto. 2001, una odisea del espacio se me antojó una historia de nosotros mismos, de nuestros aciertos y miserias. Pero fueron las decenas de miles de comentarios que la película suscitó de los que entresaqué el más revelador de todos ellos, según mi humilde opinión. Lo redactó un periodista del Chicago Sun Times llamado Roger Ebert, quien nos dejó en herencia esta perla: “Somos humanos desde que pensamos. Y no vivimos en un planeta, sino entre las estrellas. No somos carne, sino inteligencia”. Y un servidor agrega que, a mí, me gustaría que siguiéramos siendo inteligencia. Y no sólo carne. La carne nos conduce a los simios que se atacan con huesos de sus propios congéneres para proteger la propiedad de una charca de agua. Los prehomínidos de Kubrick empiezan a pelearse y a matarse cuando escasea el agua. Y nosotros, los hombres y mujeres del siglo XXI, resulta que no hemos aprendido nada, o muy poco, de unos monos que marcaban la especie humana con una tilde que daría para siempre con una especial relevancia de la propiedad -y de nuestro derecho sobre la propiedad- sobre el bien común de una sociedad, la nuestra, que tampoco avanza, sino más bien retrocede, al menos en su aprecio por la inteligencia. Hoy es domingo electoral y ni puedo ni quiero hablar de las elecciones. Pero sí me gustaría alertar sobre la progresiva pérdida de la poca inteligencia que hemos adquirido, en beneficio de una carne que nos hace cada más salvajes, si cabe, que nuestros propios antecesores. Los hombres del derecho, los leguleyos y abogados, se jactan de que el derecho civil haya nacido mucho más para enardecer el derecho de propiedad que para la defensa del mismo. Es natural: viven y comen de su enaltecimiento. Napoleón fue un hombre práctico cuando dio cuerpo a los códigos civiles que fundamentan gran parte del derecho actualmente vigente, con no demasiados cambios. Y que nos han convertido en defensores a ultranza de nuestras riquezas y patrimonios. Y también de las vías o caminos para lograrlas. A menudo sin importarnos a qué coste para nuestros congéneres. Es decir: hemos vuelto al prehomínido de Kubrick que defiende la charca del agua que calma su sed y que no quiere compartir con sus semejantes. Lo que quiero decir es que, tal sentimiento de posesión es tan grande y acendrado, que explica que cualquier niño llore cuando otro le arrebata su juguete. O que cualquier adulto mate cuando otro se acerca para empobrecerle. Otro gran librepensador -sólo librepensador, al margen de adjetivos, llamado Carlos Marx- se obliga entonces a definir, como nadie antes, su visión de la lucha de clases. Que es cierta. Siempre le he admirado. Y nunca le mezclé con la mezquindad humana de Lenin o Stalin. Marx está en lo cierto. Lucha de clases: pelea por la posesión de la riqueza y pelea por cambiarla de manos. Lo que pasa es que el coste es muy alto. Y ya trasciende el derecho civil de Napoleón al penal que, siendo de procedencia eminentemente romana (como casi todas las cosas de esta vida) nos ha vuelto viles. Hoy cuesta poco hacerse rico, o muy rico, si te vales de un poder sin control que empobrece cada vez más a la sociedad. Pero también cuesta poco, casi nada o nada, matar, es decir, rasgar la carne de que estamos hechos, sobre todo la de los otros, para volver a ser como los monos de Kubrick. No somos de las estrellas. Por ello vivimos encerrados dentro de la atmósfera de un planeta. Y no podremos abandonarlo para ser libres entre los astros si no erradicamos nosotros mismos toda clase de de violencia. Si seguimos dando más valor a la carne que a la inteligencia. Nuestro planeta es nuestra prisión; nuestra cárcel.