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Óscar Domínguez

Su representación en el Museo Reina Sofía se enriqueció con una anunciada y generosa aportación de Claude Ruiz-Picasso, hijo del genio malagueño y miembro titular del Real Patronato que gestiona este centro. La donación se formalizó en las últimas semanas y se concretó en un lote de treinta y nueve grabados, todos ellos realizados con la técnica de la decalcomanía. Inventada por el creador tinerfeño como alternativa a la uniformidad de las estampaciones -generalizadas para abaratar los costes y facilitar el acceso del gran público al arte-, este procedimiento garantiza además la singularidad de todas y cada una de las piezas impresas, en su caso con el antiguo procedimiento del linograbado. En los últimos días pude contemplar el grueso de esta colección, expuesta en la sala 205, y repasar los dignos fondos de Óscar Domínguez (1906-1957), adquiridos en su mayoría en las dos últimas décadas. Estos se concretan en dieciocho óleos, pintados entre 1932 y 1957, y algunos tan relevantes como Cueva de guanches (que perteneció al gran poeta gomero y redactor de Gaceta de Arte, Pedro García Cabrera), Sueños, guanches y mariposas y Cabeza de toro; tres esculturas datadas en los años treinta, el ciclo de su mayor actividad; tres dibujos -entre ellos el célebre Frutero come fruta- y, sumadas a las tres que ya poseía, cuarenta y dos obras gráficas, obtenidas según su peculiar invención (y algunas en colaboración con su colega y confidente Marcel Jean), que sirvió también para uso de sus amigos y correligionarios en el frente surrealista. Particular importancia reviste el préstamo por cinco años, suscrito en 2013, de dos de sus mejores telas -las celebérrimas Máquina de coser electrosexual y Retrato de la pianista Roma- que son, sin ningún género de duda, las estrellas del espacio reservado al pintor de mayor proyección internacional nacido en el Archipiélago. Entre lo propio y lo prestado, Óscar está al fin por sus merecidos honores en el espacio de referencia del arte contemporáneo en España, a pocos días de cumplirse cincuenta y ocho años de su muerte cuando apenas había superado el medio siglo. Ocurrió en la Noche de San Silvestre, tras varias crisis alcohólicas e internamientos en psiquiátricos privados y públicos; al modo de los notables romanos, se cortó las venas de los tobillos y las muñecas y puso fin a su azarosa y libertaria existencia que tuvo continuos reflejos en su obra imaginativa y tortuosa que constituye una de las fuentes más singulares de las vanguardias de entreguerras.