De puntillas

Cadenas – Por Juan Carlos Acosta

Hablar de todo es hablar de nada, y viceversa. Decir que todo está hecho es una realidad absoluta, lo mismo que decir que está todo por hacer. El punto muerto es lo mismo que la inercia y el acto, lo mismo que lo inútil. Nada se puede hacer cuando está todo hecho y dejarse llevar es dejarse hacer. La existencia es como el eslabón de una cadena sujeta a la deriva de algo que no conocemos. Esa deriva viene de lejos, de muy lejos; dicen que de un principio que dio paso a todo, o a la nada. La cadena está compuesta de muchos eslabones que comunican entre sí para conformar, después de muchas, muchísimas, unidades, aquello que está por determinar, siempre. Una unidad repetida enésimas veces viene a ser como el rabo de otra cadena algo mayor de forma indeterminada. Y así sucesivamente.
Cuando se levanta la vista del suelo en un descampado se ve el firmamento, que viene de firme, cuando en esencia se está moviendo, igual que el descampado, que sigue recorriendo el mismo trayecto indefinidamente aunque parezca que sujeta nuestros pies. Los conceptos de quietud y movimiento responden, por tanto, a la misma percepción; ambos se mueven y están quietos sincrónicamente, y son intercambiables, de manera que se suceden sin moverse de su sitio. Afectan mientras vivimos a nuestro organismo, que está en marcha sin traspasar la piel, construido también de millones de eslabones, y que habita en el descampado que se mueve parado, y que sigue la inercia de la unidad siguiente.

Las obras de los humanos obedecen a esa ilusión, parecen que hacen lo que no hacen, y al revés. Eso explica el desencanto de esperar resultados, cuando en realidad no cabe esperar nada porque muy poco se puede hacer. Y a los hechos hay que remitirse. En cualquier caso, decía que lo que ocurre viene dado por la inercia, y en ese movimiento estático algunos pequeños eslabones se autoerigen en hacedores, quizás por desconexión con la cadena, y tiran de los demás eslabones con pequeños empujones que contentan a su pequeñas estructuras, rehenes de la sucesión hacia ninguna parte.

Mientras no pasa nada, porque es imposible lo contrario, esos eslaboncitos apenas destacan infinitésimos nanomilímetros del resto de los eslabones, que están a la espera de que el tirón los libere, no solo de la cadena, sino de los propios eslabones tirones, para poder permanecer en el movimiento de la quietud, a la espera de saber hasta dónde llega todo, es decir, a la nada. Pero los pequeños movimientos de los nanoeslabones tirones producen algunas chispas diminutas que, como fuegos fatuos, iluminan la noche mínima del espacio mínimo del rabo de la cadena y encienden por segundos sus diminutos óxidos sobre el pequeño perfil del eslabón siguiente.
Entonces, una misérrima nube blanquecina de humo dibuja en el microespacio la sensación de que algo se mueve y que un milagro se avecina para poder dejar de contar por fin eslabones y avanzar para no retroceder sin cambiar de lugar. Es un periodo conocido como electocadenas y ocurre, normalmente, cada cuatro tiempos. Pero el tiempo, que es una invención de los eslabones, se evapora porque el eslabón tirón ha tirado de la cadena sin llegar a lograrlo, cuando ha hecho creer a los demás que siempre dependieron de él para volver a moverse sin hacerlo. Y así sucesivamente.