de puntillas

Cucos – Por Juan Carlos Acosta

Da gusto ver a los políticos con sus dimes y diretes diarios y con sus batallas de soldaditos de plástico. Es un placer cada mañana leer la prensa y asistir a los titulares que les siguen el juego, que subrayan el mensaje de la desconexión encadenada con la ciudadanía y que elevan hasta el apocalipsis cada calificativo para, si es posible, echar más leña al fuego. Es una gozada presenciar el culebrón de Cataluña y los egos de los caballeros rampantes de este principio de siglo, perdido en un bosque quemado por los intereses de unos cuantos, lejanos, pero que afectan al contador de cada hogar de esta patria que, dicen, se rompe.

Aprendemos de ellos -de los políticos-, de sus ingratas tareas, de sus sueldos famélicos, de sus sacrificios inhumanos y de la fe con la que aguardan el santo advenimiento del administrado. Nos solidarizamos con sus causas, con sus desvelos y con sus esfuerzos por hallar la fórmula precisa y abnegada que beneficie a tanto desheredado e ingenuo vecino que espera que, por fin, algo cambie.
Da gusto ver al presidente del Gobierno de Canarias negar heroicamente la bajada de los impuestos para sus vasallos, a pesar de la cacareada mejoría de la economía y de la ampliación de cargos públicos autonómicos para sacar adelante el trabajo ímprobo que hay en cada mesa de cada despacho de los paupérrimos edificios gubernamentales, donde la actividad emerge por las ventanas en forma de lenguas de fuego y humo de castañas.

Es un alivio ver al otrora altivo presidente del Gobierno de España todavía con la huella del correctivo que le ha propinado el pueblo y, así y todo, intentar denodadamente salvarnos del peligro de la cochambre que nos pueden traer los hippies inspirados en la irredenta Venezuela bolivariana o de las profecías infernales de Goldman & Sachs. Y es que la prima de riesgo, la caída de las bolsas y el enésimo llamado del presidente del Eurogrupo, con nombre de lavavajillas nórdico, pidiendo más recortes a nuestra nación de ricos y pobres, han puesto contra la pared a esta piel de toro incomprendida y juerguista.

Da gusto ver a nuestra Europa fundida en versallescos palacios desde donde se cuadran las órdenes, los análisis y las reflexiones que se pierden en las cimas de los Alpes para llegar casi extenuadas a los Pirineos y salvarnos de la barbarie del tercer mundo, ese que comienza en el horizonte sur de la británica Gibraltar. O la secuencia de rastros perdidos de la rebatiña del capital y sus capitalómanos, como ocurre con los jirones reales que se sientan en un juzgado de Mallorca con gesto de agravio y mirada inquisitiva hacia el monarca, que asiste por televisión a un proceso de antiguallas.

Es un alivio presenciar la fusión de un planeta desigual, hasta hace poco muy cómodo para los cucos y sus nidos, que ha venido transformándose en un pantanal del terror surgido a última hora desde las noches de los tiempos, cuando ya estábamos soñando con la conquista de Marte. Lo es, de verdad, ver correr como alma que se lleva el diablo a los transeúntes de París, Londres o Bruselas, para huir de las avispas que les muerden con balas y bombas, a pesar de sus miradas ausentes cuando el Mediterráneo rebosa gemidos procedentes del otro mundo.