de puntillas

Pangea – Por Juan Carlos Acosta

Un sistema lo es porque funciona, porque es estable y evoluciona de forma inmanente. Dentro de él suelen moverse diversos factores que confluyen para complementarse en una simbiosis de intercambios que lo consolidan en el tiempo. Normalmente esa gran ecuación posee una parte nuclear que se ha ido amalgamando y constituye el epicentro de las dinámicas que se irradian de dentro hacia fuera, remedando sin saberlo la composición universal de la energía. La periferia del entramado está en permanente cambio y tiende a engrosar de forma lógica el equilibrio que nutre su razón de ser.

Cuando cualquier sistema llega a su punto crítico, o explosiona, para formar un nuevo ente que ocupe su lugar, o se transforma en reacciones más o menos progresivas hasta volver a encontrar una sucesión confortable que perdurará otro intervalo, en el que vuelve a crearse una deriva de reacciones entrelazadas. Al final, es la unidad la que se mueve, se multiplica y se combina con otras para alcanzar el orden que permite la eternidad del Universo.

No hay nada nuevo bajo el sol, o de los millones de soles que pueblan el cosmos, del que no conocemos ni su origen ni su final. Como tampoco hay nada nuevo en este mundo en el que vivimos.

La Historia nos ha enseñado que la existencia del ser humano tal como lo conocemos partió de una travesía de mutaciones desde el primer homínido, allá, o acá, en esta África que tenemos tan cerca, para poblar el planeta de muchas formas y en diversas direcciones, hasta llegar a los confines de Asia o de América, que una vez estuvo unida al hoy continente negro en un único supercontinente llamado Pangea, hace unos 300 millones de años. De ahí, de ese núcleo temporalmente estable, las grandes masas de placas tectónicas fueron trasladándose en direcciones opuestas hasta llegar a la configuración actual sin que se partiera la Tierra por la mitad. Es un hecho.

Ahora parece ser que las cosas van a cambiar y que esa estabilidad se va a quebrar en cachitos por todas partes y que en nuestro país, una de esas unidades de las que hablaba, se va a liar gorda porque un nuevo homínido ha entrado, o mejor irrumpido, en nuestro oratorio común, un hemiciclo que hasta hace poco rebosaba de modelitos de Dior, corbatas de Armani, limusinas con chofer, sueldazos siderales y narices que apuntaban hacia arriba. Y es que una tribu de bárbaros desarrapados procedentes de no se sabe dónde ha invadido, incluso con su prole, el olimpo del poder y amenaza con cambiarlo todo, las tarjetas black, las contabilidades B, los viajes en primera clase y, en fin, una retahíla de costumbres que en 40 años habían transformado el sistema en un escaparate de verdades ocultas, comodidades e impunidad casi reverencial.

Esta turba se ha adueñado hasta del gesto de sus señorías, que miran hacia los agujeros del techo invocando a San Tejero para que les libre de todo mal, mientras siguen implorando más potencia al tótem ventilador multiusos para crear un huracán que los desaloje del templo, hasta ahora intocable; un sistema cuyo núcleo parece haber llegado a su estado crítico para dar paso a una nueva ecuación que devuelva el equilibrio y la lógica transversal a algo que se había elevado tanto que se quedó sin oxígeno.