chosogo

Pepito Grillo y yo – Por Luis Espinosa García

¿Recuerdan a Pepito Grillo? Claro que sí. Es buen amigo mío y más de una vez me pidió que le llevase en alguna de mis rutas de senderismo. Como no me fiaba de sus habilidades montañeras siempre le di de largas pero, ay, cierta vez me pasé de bondadoso y le llamé para que se uniese a nuestro grupo. Y una fría mañana de otoño, sentado cómodamente en mi estribo derecho, salimos a caminar.

Fue un gran error por parte mía. Ni cinco minutos después de comenzar el paseo comenté que aquella chica estaba, físicamente, muy bien y… (Recuerda que eres casado, sonó una voz casi rompiéndome el tímpano). Más adelante, al penetrar el polvillo que alfombraba la vereda por mis fosas nasales, estornudé violentamente (es difícil no estornudar de forma violenta) y tuve que sonarme al salir abundante mucosidad por donde tenía que salir. Ya antes de comentar la situación, la voz volvió a interrumpir mi pensamiento: No se te ocurra pensar de forma escatológica, que te tengo bien conocido.

Cuando se intentó sacar una foto del grupo, sin que faltase componente alguno, con un trípode diminuto que sacó una señora de la mochila y al que, depositado en el suelo tapó la hojarasca, se me ocurrió comentar que aquel instrumento parecía haber sido comprado en un zoco de pigmeos, el sonido que brotó nuevamente de mi oreja me paró en seco: A ver si tenemos un poco más de respeto por una dama, viuda y que trabaja para mantener a sus siete hijos… Objeté que mis palabras no habían querido insultar a nadie ignorando que la señora fuese viuda y etc. Silencio, gritó tan violentamente como mi estornudo, y tuve que cerrar la boca (¿O fue mi cerebro el que se cerró?).

No me atrevía ni siquiera a pensar. Acabando la caminata contemplé unas gordas y marrones setas que, agrupadas en una especie de manojo, aparecían a la vera del camino. Mi pensamiento no pudo competir con Pepito Grillo. “Vas a decir que son como las sirenas de Ulises que atraían con su canto a los marineros despistados para luego apoderarse de sus almas y, todo ello para demostrar solamente que eres un lector de La Odisea o, sea, un pedante. Ni se te ocurra abrir la boca, que ya te voy conociendo. No quiero cansar más al ya cansado lector contándole como transcurrió el resto de la mañana. Era inevitable pensar (prueben a no hacerlo) y apenas se presentaba en mi mente una imagen, una idea o una teoría cuando ya mi conciencia, sentada tranquilamente en ese huesecillo que todos poseemos en el oído medio y al que llamamos estribo, estaba llamándome la atención.

¿Tan malos eran mis pensamientos? ¿Tan ruin era yo? ¿O, tal vez, fuese el Pepito Grillo que me acompañaba un ultra carca que odiaba cualquier libertad que uno se pudiese tomar, ni siquiera mentalmente? Las dudas me corroían, si bien las reprimía al máximo antes de que mi compañero de fatigas lanzase otro dardo, insultándome, advirtiéndome o, simplemente, llamándome cosas feas.
Llegamos al merendero donde íbamos a comer. Abrí la puerta del copiloto, cerré la boca, comprimí mi nariz y soplé. Pepito, cogido de improviso, salió volando de mi oreja derecha y se estrelló contra un rosal que pasaba por allí, quedando tumbado en el suelo medio inconsciente. Curiosa paradoja. La conciencia inconsciente.

Cerré la puerta, arranqué y me marché.