por qué no me callo

¿Qué sé yo?

“Adolfo, te quiero pedir un favor. Acepta la Presidencia del Gobierno”, le pidió el Rey.

– “Ya era hora”, bromeó Suárez.

Así arrancó la historia democrática de España, tras la dictadura de Franco, un sábado, por la tarde, en La Zarzuela, hace 40 años. En ese introito del Rey Juan Carlos a Adolfo Suárez, el 3 de julio de 1976, se despejaban todas las dudas. Que el elegido no sería ni Areilza, ni Fraga ya era sabido, pues el Consejo del Reino ofreció, junto a Suárez, una terna en la que figuraban Silva Muñoz y López Bravo, sucedáneos prescindibles del franquismo hábilmente colocados por Torcuato Fernández Miranda, presidente de las Cortes y el Consejo, mentor de Suárez y leal al Rey, y el guionista de la Transición en la sombra. En las entretelas de la historia se ocultan las claves que desconocemos de una gran decisión. La del actual rey, hijo de aquel que abdicó hace año y medio, se aguarda con la incógnita de un trance, que en nada se parece a aquel que zanjó la dictadura, pero, en cambio, ambos son prácticamente idénticos en lo estético y hasta en lo conceptual. Nos jugamos mucho también ahora, este no es un período intrascendente, como enseguida vemos. El rey Felipe VI tiene menos poder que su padre, hace cuatro décadas, para designar al presidente, pero maneja más información que entonces y cuenta con fieles servidores del Estado que mueven los hilos para que el elegido no cuestione la soberanía territorial y no ponga en riesgo la recuperación económica ni su misma institución -la Corona-. Esta es la hora favorita de los fontaneros subterráneos de la política, el pentágono de las grandes razones de Estado. A lo largo de este último mes, parece cada día que pasa más evidente que Pedro Sánchez -la estela de un outsider en su partido que recorre caminos silvestres como un Robin Hood- no encaja en el perfil del hombre del Rey para este momento. Agota sus días también Mariano Rajoy, tras remontar la crisis económica, pero no la corrupción; aún con reservas por lo que parece para un segundo mandato, pero a todas luces abocado a días difíciles en tribunales e instituciones. Y quedan dos: Pablo Iglesias y Albert Rivera. El primero es un coyote de pelaje revoltoso, veloz, que caza por afición y disfruta de la vida salvaje. Ni concuerda con el hombre de Estado que busca el Rey, ni le importa, porque esa no es su guerra. En cambio, Rivera -36 años por 44 Suárez el día de aquella conversación- ha emergido estos días en las encuestas como la esperanza blanca del diálogo y no ofrece ninguna duda al Rey sobre sus intenciones en Cataluña, en Europa y en la Monarquía constitucional. No es del PP, ni del PSOE (estos accederían a la tercera vía, ni tú ni yo), los grandes partidos valedores de la democracia hasta ahora, sino de una organización todavía pequeña que gusta en los ámbitos influyentes y tiene aire renovador. Es el último invitado que entra en palacio y todos se le quedan mirando. ¿Es él? Si Rajoy da un paso al costado, finalmente, por conveniencia de Estado, y el PSOE articula a tiempo una salida temporal a su crisis interna, Rivera podría ser el presidente de un Gobierno de coalición que haga la segunda Transición, con las leyes del cambio del consenso, los nuevos pactos de la Moncloa y las grandes reformas necesarias, con un respaldo de más de 250 diputados, que supera el 70% del Congreso. Quizá esta sea una legislatura más corta, no tanto como dos años, pero esa misma circunstancia recuerda a quienes piensan que Suárez debió retirarse tras una exitosa obra de ingeniería que se fraguó en poco tiempo: la Transición democrática. Un hombre de paso que queda para siempre en la Historia. Claro que hasta aquí hemos dibujado un cuadro de política ficción. No existe, que se sepa, semejante grado de generosidad en las cúpulas políticas españolas (sí en sus cuartos traseros donde conspiran los padres de las criaturas). Este es tiempo más de zarandajas, regates en corto, shows delante de las cámaras y política tarantino, bronca. Pero en la cabeza del Rey hijo está la memoria de aquellos días decisivos en que el Rey padre eligió al hombre adecuado en los momentos críticos de un país que se jugaba el futuro en los pasillos y despachos y acaso en las cloacas. Están sucediendo cosas demasiado gordas en España, en Europa y en el mundo como para no prolongar mucho más este tramo de entretenimiento poselectoral (que, en el fondo, es un ensayo burdo de campaña preelectoral entre quienes albergan deseos de nuevos comicios: PP y Podemos). Ni es broma el órdago catalán, ni las amenazas ultras que desestabilizan Europa, ni los temores de una nueva recesión que se apuntan en Davos por la crisis china. Si despertáramos de pronto en medio de la pesadilla veríamos que es cierto que existe Donald Trump en Estado Unidos, que Merkel se apaga y despunta Marine Le Pen en Europa y que un tipo de mofletes y mirada niña amenaza con pulsar el botón de la bomba H en Corea del Norte. Y pensaríamos, ¿entonces el mundo se ha vuelto loco?, y, como consecuencia, parte del electorado acaso sufra también algún estado de perturbación. No sabemos si todo esto es pasajero o no. No sabemos nada, nadie sabe nada a ciencia cierta, se habla mucho, se venden soluciones prodigiosas contra todo lo pasado y se opone lo desconocido, elevando a los altares quizá una nueva religión de lo nuevo que reluce sin desgaste y carece, por tanto, de bagaje. La salida a este laberinto no es fácil; desconfiemos de aquel guía que asegure conocerla. ¿La sabe el rey? Quizá tampoco por ahora, a falta de días. Conviene restregarse los ojos de vez en cuando, abrirlos de nuevo y decir con Montaigne: “¿Qué sé yo?”. Pronto lo sabremos.