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Regreso a Falca – Por Luis Espinosa García

Debería decir, viaje a Falca, o por fin conocí Falca, pues realmente nunca estuve antes en la dichosa ciudad que dicen tiene el nombre de una montaña de la antigua Persia. Me desilusionó. Sí, es una población pequeña, con casas, edificios de poca altura, calles anchas y con un silencioso y pequeño riachuelo a su vera. Es una urbe como desdibujada. Como si las construcciones, las calles y los jardines estuviesen dibujados por un pintor medio borracho o que se quedó sin pintura antes de acabar la obra. Podríamos decir que es una ciudad terminada sin completar. Pero justo al otro lado del arroyo (me da un poco de vergüenza llamarlo río) comienza a trepar por las suaves colinas que se pierden hacía el oeste un manto verde de un bosque increíble donde los cedros son los señores del campo. Todos los matices de verdes se encuentran en aquella selva inmensa. Los más jóvenes troncos presentan los tonos de la esmeralda o de la malaquita, tal vez porque saben que esta última les protege contra los rayos aparte de aliviarles cualquier tipo de dolor; los mayores tienen matices más oscuros, de la oliva o del aguacate o, quizás, son tonos de camuflaje para pasar desapercibidos ante posibles ataques de los inmisericordes madereros y taladores que asesinan árboles sin piedad y sin distinción.

Casi exactamente como la población que se encuentra al otro lado de la pequeña corriente fluvial, el bosque de cedros no está concluso. Si miras detenidamente ciertas ramas parecen superponerse, algunos troncos carecen de la estructura propia de vegetales ancianos o de mucha edad, sin llegar a la vetustez. La masa arbórea incluso, a ciertas horas del atardecer parece deslizarse hacia la cumbre de las montañas como queriendo esconderse tras las altas cumbres para dormir en paz y tranquilidad. Por el contrario, cuando las primeras luces del alba asoman tras los elevados escarpes montañosos, la selva, como rebaño de fantasmas verdes, parece acercarse al arroyo para beber. Bien mirada, Falca también parece moverse con el ritmo de las luces del día. ¿Es imaginación mía o aquella casita terrera no estaba donde la veo actualmente? ¿Y esa avenida circular no era hace un rato una línea recta como trazada con tiralíneas? Empiezo a dudar de mis sentidos. Me siento sobre una piedra y escudriño con atención Falca y el gran bosque de cedros. Los ojos, muy a pesar mío, se van cerrando. Con esfuerzo separo mis párpados y vuelvo a contemplar el paisaje. Nada parece haber cambiado. Lucho con el sueño y, de vez en cuando, contemplo el cuadro que tan maravillosamente pintado tengo delante. No cambia. Siempre es el mismo. Me quedo dormido definitivamente. Cuando despierto ante mí está la pared blanca de una habitación. Falca y su bosque han desaparecido.

*Médico y montañero