acabo de llegar

Solo los grandes hombres son así

No recuerdo el nombre de la revista pero es posible que fuera en Selecciones del Reader Digest donde se publicaba una sección fija, titulada del mismo modo que he utilizado yo para este artículo. Por hacer esta copia pido disculpas a quien pudiera sentirse ofendido, aunque no creo que sea necesario. Se hacía en aquel espacio, una vez y otra, apología de importantísimos personajes a los que, lejos de subírseles los humos a la cabeza, se les llenaba el corazón de ternura y ofrecían una humildad, no solo sorprendente, sino aleccionadora. Tengo presente en mi memoria el caso de un general del Ejército de Tierra, quien, al regresar una noche al cuartel en el que era máxima jerarquía y figura indiscutible, se encontró con que el centinela de la puerta principal se había dormido. Ligeramente, si ustedes quieren, pero estaba dormido. El general no le echó los perros, ni vociferó ni se salió de sus casillas. Tocó en el hombro al muchacho y pronunció estas frases, dignas de figurar en todas las antologías en las que se ensalce la humildad:
-Muchacho, despierta. Si te encuentra así el sargento de guardia, no solo se te caerá el pelo, sino que pasarás una larga temporada en el calabozo. ¡Vamos, arriba! Y no vuelvas a dormirte, joven, que no está bien lo que haces.

Todo un general, un hombre encumbrado en el seno de la milicia, se acordaba de un simple sargento como persona dura y eficiente.

He vivido en Garachico una situación similar, pero sin militares; solo con actores de teatro, aunque también de primera fila. Ocurrió un martes. El 14 de octubre de 1980. La fecha no se me olvidará tan fácilmente.

La compañía Tirso de Molina, de Madrid, representaba en Garachico el drama de don Pedro Calderón de la Barca El alcalde de Zalamea. La asistencia de espectadores fue tan numerosa que hubo necesidad de aumentar sobre la marcha el número de localidades porque el previsto se había quedado corto. Y es que no solo nos atraía la obra sino el autor, la compañía, el escenario y, sobre todo, el nombre del primer actor, don Carlos Lemos, a quien anticipo el don porque fue una eminentísima figura de nuestras artes escénicas. La obra fue representada en medio de un silencio sepulcral, a pesar de que en el patio del viejo convento franciscano había un enorme gentío. Muchos espectadores hubieron de ver la obra de pie.

Cuando se pronunciaron las últimas palabras del drama y se apagaron las luces del escenario, se escuchó en el patio la más larga y ruidosa ovación que se recuerda en Garachico en relación con el arte teatral. Los aplausos duraron no sé cuántos minutos. Solo sé que, cuando me acerqué a los camerinos para felicitar a los intérpretes, tales aplausos continuaban. Toqué en la puerta y, cuando carraspeé para que se dieran cuenta los actores de que tenían visita, deshicieron su apretado abrazo Carlos Lemos y José María Escuer. Ambos estaban llorando.

Dos actores eminentes, acostumbrados desde siempre a las ovaciones que recibían en Madrid, Barcelona, Valencia, Sevilla… no habían podido contener las lágrimas de emoción, que les surgían por los aplausos interminables que les dedicaba el público de un pueblo pequeño, perdido en la inmensa costa del Atlántico.

Decididamente, como decía la revista que cité al principio, solo los grandes hombres son así. ¡Ay, si aprendieran a comportarse de este modo las mediocridades que se creen figuras de alto rango!