por qué no me callo

La verdad de las mentiras

Cada vez que alguien habla, no siempre está diciendo exactamente lo que piensa. Uno tiene esa fundada sospecha. A partir de lo cual, cabe interpretar que el interlocutor puede estar, incluso, contradiciéndose no necesariamente por instinto embustero, o que use palabras equivocadas, no siempre logramos dar con las más precisas. Pues hay que ser benévolos hasta con quien nos tima, por si nos estima. Dudo siempre que oigo a alguien si dice la verdad, y no me complace estar prevenido. Ni siquiera me animo a reprochar la mentira descubierta; transijo, la acepto como tantas conductas anómalas que se vuelven comunes. En las redes sociales lo llaman fake (falso) y se quedan tan campantes: es algo admitido, hasta cierto punto, como género: la falsa noticia, el montaje, subvertir la realidad. La mentira domina el lenguaje político cotidiano. La mentira -no aquella mentira piadosa que aprendimos a consentir y a veces a practicar con indulgencia-, el engaño sistemático, es una práctica de éxito en las actividades públicas.

Y en la cultura emergente, junto a la banalidad del mal que proclamó Hannah Arendt -no sin discordia y bulla-, se ha instalado, acaso de modo definitivo, una banalidad de la hipocresía. (Añado la banalidad de la noticia, que la vuelve hipócrita, encubridora; tenemos dos ejemplos: priorizar las rastas de Alberto Rodríguez o el bebé de Bescansa a la relevancia informativa de la elección del presidente del Congreso, Patxi López.) Hay mentiras de grueso calado que ganan terreno. Nos venimos repitiendo que en Europa corren vientos de cambio y regeneración, y resulta que lo que crece es la ultraderecha, la xenofobia y la intolerancia. Más carcas, imposibles. ¿Dónde el nuevo aire renovador? Hasta el punto de que en Francia, la derecha y el socialismo, democráticos, se ha conjurado contra Marine Le Pen. Comprendo que para un ciudadano es harto difícil descifrar la verdad encriptada en los mensajes políticos. ¿El líder miente aposta o la mentira es método y estrategia? ¿Es legítima, en su caso, o reprobable? Creo que 2016 va a ser un buen ejemplo de año falsario en España si se sigue la tónica de las declaraciones tras la constitución de la mesa del Congreso. La evidencia de un pacto a tres bandas entre PP, PSOE y C’s a través de interlocutores válidos ha abierto el melón de la mentira. Ahora mismo se sostiene, en ciertos ámbitos bien informados, que entre los dos grandes partidos están conversando portavoces extraoficiales sobre la gobernabilidad. El líder máximo del PSOE, Pedro Sánchez -y el secretario de Organización, César Luena: “No aceptaremos el abrazo del oso”- reitera, impertérrito, su determinación a pactar con Podemos y fuerzas variopintas por determinar -desde los secesionistas a Albert Rivera-, en tanto unas voces de su partido lo secundan por viable y otras disienten considerando que eso es querer asar la manteca. ¿A quién creemos? ¿A los negacionistas o a los negociadores? ¿A los nuevos líderes o a quienes permanecen en la sombra preparando un borrellazo? ¿Y quién es el partido? Como en la Iglesia, donde el Papa reina pero no gobierna, porque el cónclave no es de su misma cuerda, el PSOE proyecta la imagen de que Sánchez tiene limitados los poderes por el comité federal. No hay pruebas de que Sánchez mienta, pero los pactos tripartitos urdidos por el PSOE en Cataluña le dejaron mala memoria. De ahí que algunos círculos del socialismo temen conteniendo la respiración que a Sánchez le salga la jugada y logre un pacto de birlibirloque con quien le roba la tostada más las adhesiones que procedan. ¿Va en serio o es puro tacticismo? (Se da otro epifenómeno en la nueva política española: el líder socialista admite que tiene una doble agenda para atraer a Podemos y a C’s, como si se pudieran desdoblar los principios a la carta, que sugería Groucho Marx.) Duran Lleida renuncia al timón de su partido, Unió, tras el fiasco del 20 D, y hasta en Taiwán -cuyo statu quo es la Cataluña de China ideal para la empanada de Puigdemont: ni independencia ni autonomía hasta más ver-, dimite el líder del Kuomintang, tras perder las elecciones. En España ha pasado de nuevo ese síndrome característico de la noche electoral: nadie admite la derrota.

A juzgar por las apariencias, ganó la impostura, a excepción de Rivera, el más comedido -que asume un papel vehicular de diálogo entre partes-: Pablo Iglesias ganó, o eso dicen sus ademanes; ganó Sánchez, que abandera la alternativa y concluye que el voto fragmentado, ese cubo de Rubik, lo tiene resuelto: el ciudadano quiere un cambio de izquierda en torno a su figura. Rajoy se desgañita recordando que el que ganó fue él, pero a decir verdad con escaso eco mediático, una circunstancia muy futbolera, por cierto, que se ha trasladado al periodismo político. En la prensa futbolística, como se sabe, ha sido abolida la figura del periodista independiente, que juzga o informa sin banderías. Se consiente mal ese residuo del viejo periodismo de querer ser objetivo. En fútbol, ni hablar. Y ahora en política, tampoco. Presiento que los dramaturgos de Podemos ya han escrito la farsa que más les conviene: alargar la intriga hasta que baje el telón y haya elecciones de nuevo. Y si entre PP y PSOE -Ciudadanos se da por sentado- cabe ese abrazo de osos que ahora repudia Luena, el contrato sinalagmático in extremis, sabremos entonces qué escribían aquellos fontaneros de que hablaba antes mientras los jefes disimulaban bajo los focos. Teatro o no, en política, la mentira tiene patas largas, y lleva su tiempo conocer la verdad. Para entonces, nadie se dará por aludido. Ni el que asó la manteca.