Hubo un tiempo –ni tan lejano para el olvido, pero tampoco tan cercano como para echarlo de menos- en el que vivía con intensidad la llegada del carnaval a las calles de nuestra capital. Eran dos semanas de rituales; de quedadas en casa de unos u otros, sobre todo de unos, en las que se improvisaban muchas veces los disfraces, donde la alegría etílica se confundía con el de las amistades y las perspectivas de “darlo todo” durante esas noches que siempre se quedaban cortas. Con la mirada nostálgica recuerdo muchas risas, muchísimas, anécdotas mil veces repetidas durante años y entre todos los protagonistas levantamos un imaginario propio que, es cierto, se añora. Eran tiempos de máxima resistencia y de búsquedas y desinhibiciones que se escudaban en la fiesta de la máscara. Y cada año parecía distinto, único. Después, uno tuvo la suerte de informar de la fiesta, de ser parte de su crónica.
Ahora, la distancia -personal- hacia las carnestolendas es muy grande, demasiada. Quizá aquel “darlo todo” fue suficiente o excesivo, pero la pereza ante este viernes de cabalgata es tal que no florece ni un asomo de interés por disfrutar hoy de nuestras calles y sus gentes arrebatadas por una fiesta que creemos única porque la vivimos como tal, pero que en realidad depende de que cada uno de nosotros la haga especial.
Pues desde ese desdén natural, desde, también, la nostalgia o la mentirosa melancolía veo unas fiestas acogotadas y con falta de incentivos –me pasa como con el fin de año. Eso de transgredir queda lejos ya, si uno quiere transgredir no hace falta esperar a este febrero febril. Y sigue siendo, probablemente, inmensamente divertido esconderse tras un disfraz y una falsa intensidad y compartir alegrías dopadas con conocidos y, por supuesto, desconocidos. Y me alegro de que alegre la vida a tantos y que lo pasen en grande. Pero, y de ahí esta diatriba, que tampoco me digan que se me va parte de la vida si no salgo esta noche o el lunes o al carnaval diurno –yo que huía cual vampiro al ver el primer rayo de luz que nos pusiera ante el espejo tras el paso de la madrugada. Déjenme con mi actitud gruñona, con mis añoranzas ancladas, con mi deseo de hacer otras cosas, de emocionarme de otra manera, de, tal vez, alejarme tanto del Carnaval de manera que un día vuelva a querer abrazar las caderas de Don Carnal y, otra vez, “darlo todo”.