Se llamó Gonzalo Fernández de Córdoba y Enríquez de Aguilar, pero todo el mundo lo conocía como el Gran Capitán. Fue un noble, duque de varios asentamientos, virrey de Nápoles y un magno militar. Aunque criado en Córdoba, muy pronto su vida tuvo asiento en Granada, hasta su sepultura. Primero como aprendiz de militar y, después, fue uno de los apoyos más seguros de Isabel de Castilla en eso que eufemísticamente se llamó la “reconquista”. Tuvo un papel preponderante en la rendición de Granada. Con ello la creación del primer Estado de Europa que resultó ser España. Y uno de los acontecimientos históricos en los que Fernández de Córdoba participó fue en la salvaguardia de Nápoles para el reino de España. Los franceses a lo suyo, como se sabe. Así que actuó, contra los galos. Dos éxitos descuellan: uno en el año 1496, con derrota severa; la segunda fue más sagaz y espectacular: 1502 y la rendición de la muy bien fortificada Tarento. Lo que la historia confirma es la pericia y los fundamentos de un estratega singular. Reformó el ejército español y los modos de lucha, cual fue la creación del “tercio” o la eficacia en el combate por la combinación de cuerpos: infantería, armas de fuego ligeras, caballería y cañones. Un grande en ese oficio, cual informan las Artes de la Guerra, desde los antiguos chinos. Así es que cuando murió, cual decidieron los Reyes Católicos para su sepultura (la Capilla Real de Granada), al Gran Capitán se le buscó asiento ahí: el Monasterio de San Jerónimo. Ante la muerte los seres humanos nos movemos con tino justificado. Eso puede apreciarse en el fastuoso mausoleo que el multimillonario y arqueólogo Heinrich Schliemann (el descubridor de los restos de Troya) se hizo construir en un altillo del cementerio principal de Atenas y donde, aparte de un friso con imágenes de sus expediciones y un busto propio, reza Para el héroe Schliemann. Y si uno va a cementerios famosos (como el Père-Lachaise o el Montmartre de París o el de Chacarita en Buenos Aires o la Necrópolis de Cristóbal Colón en La Habana), uno se sorprende. Ante la dignidad, tumba que lo recuerde. Así ocurre con la Basílica de San Juan de Dios en Granada, que contiene los restos del santo, en lo alto del altar. Y resulta uno de los templos más espectaculares que se puedan visitar en el mundo. Con riquezas fastuosas de oro, candelabros, cruces y más objetos de plata labrada, un púlpito escandaloso… Y conocemos una tragedia, Antígona, que se tiene por el fundamento de este pormenor de los humanos: la hermana se enfrentó al padre-rey Creonte porque no quiso dar sepultura a su hermano Polinices y dejarlo en el descampado (como leemos muchas veces en la Ilíada) para que dieran cuenta del cadáver los perros y los buitres. El Gran Capitán. Entre el 28 de enero del año 1810 y el 17 de setiembre de 1812 los franceses ocuparon Granada. En Granada un enemigo del que no se habían olvidado. Tres siglos después buscaron su tumba, la encontraron, la vaciaron, escacharon sus huesos y rodaron por la calle. Se perdieron para siempre. La tumba del Gran Capitán está vacía. Digamos que uno de los ardites de los hombres es la venganza, la venganza reparadora. Pero en la venganza (como ocurrió con Antígona) los muertos no cuentan. ¿Eso es Francia? Acaso sea mucho afirmar. Mejor, eso son los perversos hombres.
El Gran Capitán publicado por Domingo Luis Hernández →